"Con el disfraz puesto". Fue lo único que dijo: cuando se le dio la opción de un último deseo. Atado de manos y con el rostro taciturno esperaba a que le acomodaran la soga al cuello, mientras, intentó recordar cuando su padrastro, disfrazado, solía buscarle juego en las noches. Por aquel entonces era muy pequeño y no comprendía muy bien por qué ese hombre, inmerso en ese juego de las cosquillas, le tocaba todo el cuerpo y sobre todo la entrepierna. Más adelante habría que incluir la desnudez en aquel juego extraño, al que él terminó acostumbrándose, pensando equivocadamente que eso era amor paternal.
Muchos años después cuando descubrió la verdad, se sintió enajenado y perturbado; era inverosímil haber creído todo ese tiempo que ese hombre era gentil con él porque lo amaba, y que sus caricias atrevidas eran intangible muestra de ese amor. Lleno de furia lo alcanzó en el sofá, por detrás, le rodeó el cuello con una cuerda y apretó fuertemente, mientras lo sentía desesperado, lanzando zarpazos al aire y retorciéndose, buscando espantado una partícula de oxígeno. Aún cuando lo sintió yerto, continuó apretando obsesivo por unos segundos más, luego le dijo al oído: "Te amo papá", y lo soltó para que su cuerpo terminara de derretir sobre el sillón.
Se quedó solo en aquella casa grande, pues su madre había muerto muchos años atrás en extrañas circunstancias, y ahora solo le quedaba el cadáver pestilente, escondido en el sótano, de ese hombre que había dejado incómodos rastros por toda su piel. Hasta que un día empezó a hacerse amigo de niños humildes que caían bajo el sortilegio de su malévola amabilidad. Y con el tiempo empezó a llevárselos a su casa, para jugar con ellos, siendo él quien llevara el disfraz puesto ahora. Aquella pervertida pasión le duró algunos años sin ningún temor, hasta que una tarde se encontró en el periódico la noticia sobre otro niño desaparecido, entonces se llenó de zozobra y se encerró en su casa prometiéndose en no volver a sucumbir ante sus deseos carnales. Pero solo se pudo abstener algunos días, porque una maldita mañana tocó a su puerta un angelical niño, ofreciéndole en venta algunos chocolates. Intentó cerrarle de inmediato, pero cómo negarse ante esa candorosa y dulce voz. Lo invitó a pasar, ofreciéndole un vaso de leche con galletas.
Adentro, observándolo comer no pudo evitar recordarse a sí mismo en los tiempos cuando aún podía sonreír y creer que estaba en un mundo bueno, lleno de helados de colores, dulces infinitos y personas bondadosas. Fue al armario, se colocó ese disfraz que tantas pesadillas le produjo en su adolescencia, y que al tenerlo puesto le daba la sensación de un poder absolutamente oscuro. Regresó al sillón donde el pequeño ya había caído bajo el efecto del somnífero en la leche, y lentamente fue dejando que sus manos lo tocaran por encima de su ropa, como alguna vez su propio cuerpo fue manoseado, luego le fue quitando, una a una, las prendas, con una sutileza desmesurada como quien descubre una obra de arte que considera sacra.
Rememoró con desagrado unos dedos bruscos sobre su piel, una voz atemorizante susurrándole obscenidades al oído, y ese miedo escabroso que parecía provenir de la oscuridad y que cada noche le poseía el alma desprotegida, mientras esas manos odiadas poseían su cuerpo. Por eso él siempre los miraba con odio cuando los ultrajaba, porque imaginaba en sus rostros, la cara de aquel hombre horrible que torció su destino para siempre. El niño se despertó somnoliento, se descubrió desnudo y se llenó de un profundo pavor al divisar ese extraño ser de orejas grandes que le acariciaba la entrepierna. Creyó que era una pesadilla e intentó dar un brinco exaltado, pero solo pudo moverse lentamente como si estuviera compuesto de un denso aire, intentó gritar, pero solo alcanzó a balbucear suavemente algunas palabras, mientras sus oídos se llenaban de palabras impúdicas. Se horrorizaba cada vez más y su corazón se abrumaba con un terror indecible.
Entonces, en algún momento su voluntad alumbró, su instinto de supervivencia tomó el control de su cuerpo, y con una fuerza ajena pero brutal, empujó a aquel monstruo que, salió aventado contra el televisor, y sin esperar que se levantara corrió hacia la puerta y se pegó al picaporte para moverlo consternado, enloquecido, sintiendo deslizarse por sus mejillas, gruesas lágrimas. Unos instantes después unas asquerosas manos se asían de su cuerpo, lo golpeaban con algo duro en la cabeza, y lo arrastraban nuevamente al sillón para retomar ese macabro juego de las caricias profanadoras, ante lo que ya no pudo oponer ninguna resistencia, pues ese golpe había aniquilado por completo las fuerzas de su lánguido cuerpo; y justamente cuando terminaba de aceptar su negro destino, se escuchó una estampida de botas derribando la puerta y entraron varios policías.
El juicio fue rápido porque él se declaró culpable desde el principio, aduciendo que lo había hecho impulsado por la voz del disfraz, por eso pidió ser colgado con ese maquiavélico traje puesto; y cuando se desvaneció al piso, recordó sonriente estar halando aquella cuerda sobre el cuello de la bestia pedófila y vio a lo lejos, correr alegre y libre para siempre, a su propia y tierna imagen infantil.
FUENTE: Facebook