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domingo, 16 de abril de 2023

Los Nadies - Eduardo Galeano

Comparto un texto del gran Eduardo Galeano, titulado LOS NADIES.

Eduardo Galeano (1940-2015) fue un escritor y periodista uruguayo reconocido internacionalmente por su obra literaria, que abarcó diferentes géneros como la novela, el ensayo y la crónica periodística.

Galeano comenzó su carrera periodística a los 14 años, y posteriormente se convirtió en editor del diario uruguayo Época. En 1971, fue encarcelado por el gobierno uruguayo de la época debido a su crítica hacia la dictadura militar que gobernaba el país en ese momento.

Su obra más conocida es "Las venas abiertas de América Latina", publicada en 1971, donde hace una crónica de la explotación y opresión de América Latina por parte de los poderes coloniales y capitalistas. Otras obras destacadas de Galeano incluyen "Memoria del fuego", una trilogía de novelas históricas sobre la historia de América Latina, y "El libro de los abrazos", una colección de relatos cortos.

Galeano fue reconocido con numerosos premios y distinciones a lo largo de su carrera, y es considerado como uno de los escritores más importantes y comprometidos de América Latina.

Si quieres saber más, te invito a leer la Biografía corta de Eduardo Galeano en el blog.

Los Nadies - Eduardo Galeano

Los Nadies - Eduardo Galeano

Sueñan las pulgas con comprarse un perro

y sueñan los nadies con salir de pobres,

que algún mágico día

llueva de pronto la buena suerte,

que llueva a cántaros la buena suerte;

pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy,

ni mañana, ni nunca,

ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte,

por mucho que los nadies la llamen

y aunque les pique la mano izquierda,

o se levanten con el pie derecho,

o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadies: los hijos de nadie,

los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados,

corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,

rejodidos:

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones,

sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos,

sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal,

sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies,

que cuestan menos

que la bala que los mata.

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La leyenda del lago Ypacaraí

Continúo compartiendo algunas de las más fascinantes leyendas guaraní, ya que están siendo muy buscadas en el blog. Esta vez comparto la leyenda del lago Ypacaraí, un hermoso lugar para conocer en Paraguay, con una historia mística asombrosa.

La leyenda del lago Ypacaraí

La leyenda del lago Ypacaraí

La narración fantástica del Ypacaraí palabra que significa agua bendecida o lago bendecido

En un valle del arroyo Pirayú, al pie del cerro Yvytypané hoy cerro Patiño había una fuente de pozo llamado Tapaikua. En cercanías de la fuente tenía su choza un cacique guaraní, del mismo nombre que su táva. Los poblares de la zona utilizaban el ykua para surtirse del vital líquido, pero un día se vieron sorprendidos por un fenómeno natural-religioso. El motivo: habían pecado y caído en corrupción. Otra de las versiones es que uno de los indígenas negó el agua a otro.

Lo cierto es que uno de estos hechos desató la ira de los dioses. Se sacudió la tierra en toda la extensión del valle y de los cerros vecinos, y de la fuente brotó el agua de una manera impresionante. Rápidamente fue cubriendo la zona, en especial las aldeas Tapaikua y Arekaja.

Alarmados por la situación y viendo que el agua no se detenía, los desesperados pobladores buscaron ayuda religiosa. Llamaron en forma urgente al apóstol evangelizador franciscano Fray Luis Bolaños, que en ese entonces se encontraba en una población cercana, aparentemente en Yaguarón. Inmediatamente se trasladó hasta el lugar. La leyenda señala que el mencionado representante de Dios fue a una altura (podría ser la de Areguá), invocó a Dios y con una cruz y un libro en las manos (sería la Biblia) bendijo las aguas, que inmediatamente se calmaron y retrocedieron en parte. Desde aquel entonces el lago formado lleva por nombre Ypacarai, al tiempo de indicar que esos sucesos se habían registrado en 1603.

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La leyenda guaraní del picaflor

La leyenda guaraní del picaflor

Comparto con ustedes la leyenda guaraní de Mainumby o Picaflor!

Cuentan los ancianos que el gran Tupâ es justo y bueno cuando justa y buena es la intención de los hombres. Y la intención de Potí (poty) y Guanumby (mainumby) fue la más noble que existe en este mundo: amarse siempre y mucho, más allá del cielo y de la tierra, del tiempo y de la muerte, de la vida y de la humanidad.

Eran sus familias de tribus enemigas y hacía tanto tiempo que se odiaban que ya nadie conocía la razón. Cuentan que Potí era bella. Bella como el alba en primavera. Bella como el viento del atardecer que arrastra las hojas en otoño y alivia a los hombres del verano. Bella como el sol que acaricia los rostros y alumbra la sombra del invierno. A Guanumby no le costó enamorarse, y muy pronto Potí también lo amó.

Una y diez mil veces se encontraron más allá del monte blanco, bajo el sauce criollo, sin que nadie los viera. Pero un día la hermana de Potí sospechó. Sigilosa, la siguió hasta el monte y descubrió el secreto. Y enseguida se lo confió a su padre.

Al día siguiente, como siempre, Guanumby cruzó el monte blanco y esperó bajo el sauce. Pero Potí no llegó. Desesperado, se acercó a la aldea, a riesgo de que lo mataran.

Y encontró a Potí discutiendo fervorosamente con el cacique de su tribu:

─¡Jamás lo permitiré! ─le gritaba él.

─¡Estoy enamorada de Guanumby! ¡Debes entenderlo, padre!

─¡Nunca! Por la mañana te casarás con uno de los nuestros, y esa es mi última palabra.

Entonces Guanumby salió de su escondite. Como si hubieran podido ensayarlo una y diez mil veces gritaron al unísono, ante el horror del cacique:

─¡Oh, gran Tupâ, no lo permitas!

Cuentan los ancianos que jamás se vio en la tierra otro prodigio igual. De pronto Potí y Guanumby vieron sus propios cuerpos, extrañados, como si ya no les pertenecieran. Potí se deshizo en un tallo pequeño pero firme y su piel se fue volviendo suave como un terciopelo: era una flor, una flor bellísima como ella misma lo había sido antes de que el gran Tupá la transformara.

Guanumby, al mismo tiempo, se volvió ligero como el aire: dos alas diminutas, casi transparentes y veloces lo mantuvieron en vuelo y, desesperado por encontrar a Potí, se alejó torpemente del lugar. Desde entonces la busca. Huele cada flor de cada monte de cada de cada aldea. Besa con su pico las corolas más bellas con la secreta esperanza de encontrarla. Cuentan que unos hombres lo vieron y quedaron extasiados por el color de sus plumas y la rapidez de sus movimientos.

─Picaflor ─lo nombraron, porque una y diez mil veces lo vieron escarbando con su pico el interior de las flores, ignorantes de que Guanumby solo busca los besos de su amada

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La Leyenda del Ñandú

La Leyenda del Ñandú

Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas muy buenos, hospitalarios y trabajadores.

Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes feroces, guerreros, muy malos.

Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos, quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este.

Pero para llevar la noticia, era necesario pasar a través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.

Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe, resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.

Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el segundo día, las avanzadas enemigas.

Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban.

Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente.

Y cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban.

Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño: quedaron convertidos en lo que, con el tiempo. se llamó ñandú.

A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos.

Éstos, alertados, tomaron sus armas y se pusieron en marcha rápidamente.

Sorprendieron a los invasores por delante y por detrás. y los derrotaron, obligándolos a regresar a sus tierras.

Y así cuenta la leyenda que fue como apareció el ñandú sobre la Tierra.

La Leyenda del Ñandú

Fuente : Facebook

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La leyenda del benteveo

La leyenda del benteveo

Leyenda del Pitogüé (Benteveo)

Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.

Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.

Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.

Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.

Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.

Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.

Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.

Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.

Para el pobre Tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.

Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.

Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.

Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.

Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.

Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.

El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.

Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.

Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.

Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.

Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.

Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.

El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.

Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.

El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.

Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.

Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.

Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.

El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:

-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.

-¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!

-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!

-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á.

Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo. Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...

Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...

¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?

Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?

Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.

Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.

Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.

Del pobre abuelo ni se acordó siquiera. En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:

-¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...!

Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:

-¿Qué quieres? ¡Ya voy!

Pero ni se movió.

El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.

Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:

-¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...!

Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:

-¿Qué quieres?

-¡Alcánzame un poco de agua...!

-¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.

-Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...

Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:

-Pito güé... Pito güé...

El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:

-Pito güé... Pito güé...

Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.

Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:

-Pito güé... Pito güé...

Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:

-Pito güé... Pito güé...

Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.

Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.

En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.

Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:

-Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...

Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

Vocabulario:

  • Akitá: Terrón.
  • Mondorí: Cierta clase de abeja.
  • Tuyá: Anciano, viejo.
  • Pirayú: Dorado (pez).
  • Pacú: Pez grande de agua dulce.
  • Patí: Pez grande sin escamas.
  • Surubí: Especie de bagre grande.
  • Sagua-á: Arisco.
  • Cuminí: Niño.
  • Tembirecó: Esposa.
En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el bentoveo grita al mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.

En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.

También se suele considerar su grito sobre una vivienda como presagio funesto y se lo ahuyenta inmediatamente.

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Leyenda del Huguay-Yetapá (Tijereta)

Leyenda del Huguay-Yetapá (Tijereta)

Esta es la Leyenda del Huguay-Yetapá, más conocido como Tijereta. Sucedió hace muchísimos años.

Tupá había decidido que las almas de los que morían y que debían llegar al cielo, lo hicieran volando con unas alitas que Él enviaba a la tierra por medio de sus emisarios. Claro que para los mortales esas alitas eran invisibles.

Una vez que el alma llegaba al ibaga, Tupá destinaba esa alma a un ave que Él creaba con tal objeto, de acuerdo a las características que hubiera tenido en vida la persona a quien pertenecía.

En un pueblito guaraní vivía Eíra con su madre. Ésta, que había quedado imposibilitada, dependía para todo de su hija, que a su vez se dedicaba a atenderla y cuidarla, ganándose la vida con su trabajo.

Eíra era costurera, y para tener a mano la yetapá que tantas veces necesitaba, la llevaba colgada a la cintura, sobre su blanco delantal, por medio de un cordón oscuro.

Muy trabajadora y diligente, a Eíra nunca le faltaban vestidos para confeccionar, de manera que era muy común verla con tela y tijera, cortando nuevos trabajos.

Se hubiera dicho que la tijera formaba parte de ella misma. Por la mañana, al levantarse y luego de haberse vestido, lo primero que hacía era atarla a su cintura teniéndola pronta para usarla en cualquier momento.

Viejecita y enferma como estaba, y a pesar de los cuidados que le prodigara, la madre de la laboriosa Eíra murió una noche de invierno, cuando el frío era muy intenso y el viento soplaba con fuerza.

Grande fue la pena de esta hija buena, dedicada siempre y únicamente a su madre y a su trabajo.

Desde ese momento quedó sólo con su tarea, a la que se entregó con más ahínco que nunca tratando de distraerse, porque su pena era muy intensa y la desgracia sufrida la había abatido de tal forma que perdió el deseo de vivir.

La tijera así suspendida acompañaba el ritmo de su paso y brillaba el reflejo de la luz, cuando la costurera se movía de un lugar a otro.

No mucho tiempo después de la muerte de su madre, la dulce y sufrida costurera enfermó de tristeza y de dolor, tan gravemente que no fue posible salvarla.

Eíra había sido siempre buena, excelente hija y laboriosa y diligente en sus tareas, por lo que Tupá llevó su anga al cielo.

Allí creó para albergarla un pájaro de plumaje negro, con la garganta, el pecho y el vientre blancos. Omitió los matices alegres y brillantes considerando que su vida había sido humilde, opaca y oscura, aunque llena de bondad y sacrificio.

Cuando Tupá hubo terminado su obra, Eíra se miró y miró a Tupá como intentando pedirle algo.

El Dios bueno, que conoció su intención, dijo para animarla:

-¿Qué deseas, Eíra? ¿Qué quieres pedirme?

Conociendo la amplia bondad de Tupá, comenzó humilde y avergonzada a pedir... ¡ella que jamás había pedido nada!

-Tupá... Dios bueno que complaces a los que te aman y respetan... yo desearía...

-¿Qué es lo que quisieras, Eíra?

-Tú sabes que durante toda mi vida sólo al trabajo me dediqué y quisiera tener un recuerdo de lo que me ayudó a vivir...

-Dime, entonces... ¿qué es lo que deseas?

-Yo desearía tener una tijerita que me recordara la que tanto usé en mi vida en la tierra y que contribuyó a que sostuviera a mi madre...

Encontró Tupá muy de su agrado el pedido de la muchacha, por la intención que lo inspiraba, y tomando las plumas laterales de la cola las estiró hasta dar a la misma la apariencia de una yetapá, como lo deseara la costurera, otorgándole, además, la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, tal como hiciera durante tanto tiempo con la de metal con que cortara las telas.

Vocabulario:

  • Tupá: Dios bueno.
  • Ivaga: Cielo.
  • Eíra: Miel.
  • Yetapá: Tijera.
  • Anga: Alma.
  • Jhuguay: Cola.

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Leyendas guaraní cortas de pájaros

La leyenda del Guyraũ

 La leyenda del Guyraũ

Una leyenda guaraní dice que para establecer su superioridad en el mundo, gavilanes y halcones mandados por el águila emprendieron terrible lucha contra cuervos y chimangos capitaneados por el carancho, y contando con la ayuda de los últimos vencieron los primeros y la derrota fue total para los vencidos.

El guyraũ se hallaba dentro de su casa cuando la misma fue quemada por los cuatro costados.

A punto estuvo de perecer el guyraũ, y el color negro que posee le quedó desde entonces. El cardenal se tiñó de sangre su copete. Y los cuatros fueron atados de a dos y remitidos prisioneros. Cuando recuperaron su libertad, por costumbre siguieron marchando así. 

Leyenda del Guayrá Campana del Paraguay

Leyenda del Guayrá Campana del Paraguay

Se afirma que cantó por primera vez, al exhalar su último suspiro Roque González de Santa Cruz, jesuita martirizado por los indios guaraníes, a las órdenes del cacique Ñesu.

La leyenda refiere que en ocasión de estarse levantando una modestísima iglesia, los indios guaraníes destruyeron los muros, pero la campana aún sin badajo, empezó a sonar misteriosamente, y por doquier persiguió a los infieles que habían matado a los misioneros.

La campana fue transformada por Tupá en un pajarito blanco, que al elevar su canto parece realmente la voz de una campana... 

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Leyenda del Yrupe

Leyenda del Yrupe

Yasy había nacido con un pequeño mal incurable; amaba los astros.

Desde pequeña quería la Luna y vivía para ella. Cuando ésta no aparecía en el cielo, Yasí lloraba insomne las noches enteras.

Y cuando el pálido satélite surcaba raudo la inmensidad cubierta de estrellas, la enamorada se vestía con las mejores galas, y pasaba la noche entera en celeste idilio con el astro. Entonces era hermosísima y la Luna le daba a su rostro un halo sobrenatural.

Así los dos se amaron mucho tiempo. Hasta que un día Yasy desesperada de vivir tan lejos de su celestial amante, decidió ir en su busca.

Subió a uno de los árboles más altos y desde él tendió los brazos para que el astro la recogiera. Pero fue inútil. Entonces bajó y trepó a la cima más alta de la montaña y allí esperó el paso de la Luna, pero también fue en vano.

Descorazonada y vencida volvió al valle y allí camino largo tiempo, sus pies desgarrados por las piedras y las espinas, manaban abundante sangre.

En su marcha llegó a un lago de aguas límpidas. Se miró en ellas y vio su imagen reflejada al lado de la Luna. ¡Era el milagro!. Sin vacilar se arrojó a sus brazos, pero la imagen se desvaneció y las aguas se cerraron sobre ella cubriendo para siempre su imposible sueño.

Tupá, compadecido de aquel gran amor, la transformó en Yrupé con hojas de forma de un disco lunar y que mira hacia lo alto en procura de su amado ideal. De noche cierra sus pétalos cubriendo las manchas de sangre de sus heridas, pero cuando la Luna aparece, las abre, y todavía platica con ella.

La Leyenda del Yrupe

Fuente : Facebook

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Leyenda del Ypa Ka´a

Leyenda del Ypa Ka´a

Seres humanos que se transforman en aves, peces u otros tipos de animales terrestres, son personajes de cientos de leyendas paraguayas, las cuales encierran una enorme riqueza de fantasía.

El escritor y folklorólogo Paulo de Carvalho Neto afirma que se conocen dos versiones muy literarias sobre esta: la de Juan R. Dalquist y la de María Concepción Leyes de Chávez.

La primera de las versiones relata la historia de Julia, ”la criatura más bella de su valle”. Ella parecía indiferente a las conquistas –relata la leyenda-, pero repentinamente, Julia quedó impresionada por un apuesto mancebo.

Meditando un día sobre cómo podría ser correspondida, no advirtió la presencia de una anciana que se encontraba rogando a su lado. La anciana iba ya en su décimo ”Ave María”, cuando Julia despertó. La anciana le pidió que hable sobre lo que deseaba, pero insistió en vano.

Entonces la vieja, que resultó ser el ”hada de aquellas comarcas”, se levantó alterada y profetizó con una voz profunda: ”Desde hoy, en justo castigo a tu soberbia, de tu mezquindad de alma, de la ruindad de tu corazón, de tu falaz mentira, abandonarás tus formas humanas para convertirte en ave que de un modo constante irá pregonando, por valles y collados, que se acabó la yerba”. La última frase se traduce al guaraní: opá kaá. De allí el nombre de Jhypa kaá.

”Y así fue. Y desde entonces –concluye Dalquist-, por valles y collados, se escucha, particularmente en la hora vesperal, el canto monótono y alborotado Jhypá kaá”.

Segunda versión de la  Leyenda del Ypa Ka´a

La versión de María Concepción Leyes de Chávez, también cuenta la historia de una bella mujer: Kaá, quien vivía en la ribera del Apa, en compañia de un pájaro.

Descansando un día Kaá, escuchó al pájaro tratando de avisarle que alguien la estaba observando. Ella no pudo descubrir quien era, pero al regresar a casa se cruzó con un hermoso joven. El pájaro graznó nuevamente para avisar que fue él quien la había estado mirando. Kaá no pudo dormir bien esa noche y despertó a la mañana escuchando a quel joven conversando con su padre.

El joven era un sacedote mbyá, que andaba buscando piedras preciosas. El corazón de Kaá se oprimió, ya que ella sabía que los sacerdotes mbyá no se casaban fuera de su grupo. Pero igual lo persiguió y le confesó su pasión. ”Cantó y danzó para él”. El joven sacerdote vaciló ante sus principios y corrió hacia los brazos de ella, y Kaá lo tentó aún más.

En medio de esa lucha íntima, él empuñó el ”ita marã” que tenía en la cintura y la mató. El pájaro que acompañaba a Kaá lo embistió, reptiendo: Jhypá Kaá!. Años después, el sacerdote volvió al lugar y fue embestido nuevamente por el pájaro.

En el mismo sitio descubrió una planta nueva, de un fuerte aroma y flores rojas. La masticó y luego empezó a tener visiones, le brotó sangre de la boca y, finalmente murió

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Leyenda del Chogui

Leyenda del Chogui

Una joven india guaraní tenía un hijo, el cual no tenía con quién jugar, su única diversión era mirar como volaban los pájaros tan libres y tan dueños del cielo.

Al indiecito le gustaba mucho encaramarse, subirse a los naranjos a comer las ricas naranjas. Su madre cada vez que salía a trabajar le encargaba que no saliera de la casa, ya que podía venir un animal salvaje y hacerle daño.

Siempre prometía hacer caso, pero la mayor parte de las veces llegaba la mamá y no encontraba a su hijo, que atraído por el bosque andaba deambulando por él.

Un día lo castigó fuertemente con una rama y le hizo prometer no ir más al bosque. Durante mucho tiempo cuando la madre volvía él ya estaba en casa. Pero un día estaba en lo alto de un naranjo mirando el camino para ver venir a su madre para bajar corriendo, pero no la vio llegar.

Cuando la madre llegó a su rancho y no lo encontró, lo llamó fuerte y el niño la escuchó, queriendo bajar tan rápido, sus pequeños pies se resbalaron y cayó al suelo. La madre no escuchó cuando el niño cayó y en el mismo momento que cerró sus ojos para siempre, su cuerpo sufrió una transformación tal, que se convirtió en un pájaro chogüi, como aquellos a los que había admirado tanto.

Sobre la cabeza de la india que esperaba a su hijo, pasó volando y cantando y se fue con toda la bandada de chogüies.

Según cuenta la leyenda el indiecito convertido en chogüi, viene todos los días a su casa, acompaña a su madre al trabajo y va a los naranjales a picotear las naranjas que son su fruta preferida.

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Leyenda del Mburucuja

Leyenda del Mburucuja

Leyenda del Mburucuja (Pasionaria)

Hace mucho tiempo, había venido de España, con sus padres, una joven blanca como la leche y muy linda.

Se dice que vivía feliz con sus familiares hasta que vio a uno de nuestros antepasados, un joven fuerte del que se enamoró.

A su padre no le gustaba el muchacho que amaba su hija y le dijo que no lo vea ni en secreto. La chica, a pesar de eso, quedaba calladita cuando él se le acercaba fuera de la vista de sus padres y se encontraba secretamente con su amado.

Así estuvieron ellos, durante muchos días, con un amor bueno y limpio. Después llegó a oídos del padre de la joven que su hija se encontraba con el muchacho a quien él no quería. Furioso mandó a matar a su hija y la hizo enterrar bajo un árbol. Allí brotó una planta en forma de enredadera, se encaramó poco a poco en las ramas y tuvo unas flores de color morado. Desde ese día se le llamó mburucuyá (pasionaria) a esa planta y a su hermosísima flor.

Leyenda del Mburucuja (En guaraní)

Oñemombe'úvante niko ymaite guivéma, aipo Espáñagui ou raka'e, itúva kuéra ndive, peteĩ kuñataĩ morotĩ kamby ryjúi, rasa iporãva.

Vy'ápe ndajeko oiko hogaygua kuéra ndive ohecha peve peteĩ ñande ypykue, karia'y mbarete omoakãvaíva chupe. Itúva ndija'éi karia'y itajyra ohayhúvare ha he'i chupe anive haguá ni òemihápe ohecha chupe. Kuñataĩ katu oikónte kirirĩháme ha ijami vove chupénte, itúva kuéra resa'ãme, ojojuhu ñemimby imborayhu ndive.

Péicha oiko hikuái heta ára joayhu pórã, joayhu potĩme.

Upéinte oguahẽ kuñataĩ ru apysápe itajýra ojehechaha karia'y ha'e ija'e'ỹha ndive. Pochyete reheve ojukauka itajýrape ha oñotỹuka peteĩ yvyra guýpe. Upépe heñói peteĩ ka'avo ysypo joguaha, ojupi mbegue katu yvyráre ha oñepyrũ ipoty pytãũ asy. Upe guive oñembohéra mburukuja upe ka'avo ipoty porã iterei rasávape. - F.A.A.

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Leyenda del Ñanduti

Leyenda del Ñanduti

Sapurú, una linda chica que vivía en un poblado, se dice que hizo correr la voz de que se casaría con el hombre que le ofrezca el mejor regalo.

Eso llegó a oídos de Ñanduguasú cuyo corazón desde hacía tiempo que se había inflamado de amor por ella. Empezó a buscar en medio del bosque para ver si encontraba algo lindo y novedoso que a Sapurú le pudiera encantar. Estando en eso, de súbito, cayeron sus ojos sobre una telaraña que brillaba húmeda por el rocío.

Se puso muy contento, se acercó despacito y al tocarla emocionado, se deshizo en sus manos. Con mucho pesar volvió a su casa a contarle a su madre su mala suerte.

Ella le dijo:

-No te preocupes, mi hijo. Hay muchas de esas en el bosque. Vamos a buscarlas.

Entraron en el monte y en ninguna parte encontraron nada. Entonces le preguntó su mamá a Ñanduguasú cómo era eso que él había visto y, después de escucharlo bien, empezó a sacar cabellos blancos de su cabeza y tejió con ellos algo que se parecía mucho a una tela de araña.

Ñanduguasú le regaló a Sapurú la obra de su madre y los jóvenes unieron sus vidas. Desde aquel entonces ese hermoso trabajo que nació del amor de una madre, se llama ñandutí.

Ñanduti

Sapurũ, kuñataĩ porã peteĩ, oikóvante oikoha rupi omoherakuã ndaje omendáne haguã kuimba'e ogueropojáiva chupe jopói iporãvévare.

Ñanduguasu apysápe oguahẽ upéva. Ymaite guivéma niko omyendy ikorasõme ra'e hese imborayhu. Ñanduguasu oñemoĩ omboguyguy ka'aguy ryepy, jahechápa ndojuhúi peteĩ mba'e iporã ambuéva ha ikatúneva Sapurũ ohecharamo. Upéicha oiko kuévo hesaho sapy'a peteĩ ñandu renimbo rehe, ysapýpe iñakỹ ha ojajaipáva hína.

Ombopy'aroryete chupe, oñemboja mbegue katuete ha py'a tytýipe ojapyhývo, ikusugue ipópe. Ñembyasy asýpe ojere hógape omombe'u ipýpe ipo'a'ỹ.

Isy he'i chupe:

-Ani rejepy'apy che memby. Heta upeichagua oĩ ka'aguýre, jaha jaheka ndéve.

Oike ka'aguýre hikuái ha márõ ndojuhúi mba'eve.

Upémarõ oporandu isy Ñanduguasúpe mba'eichaguápa pe mba'e ohecha va'ekue, ha ohendupa porã rire, oñemoĩ ohekýi iñakãrague morotĩrotĩmava ohóvo ha oipyaha ipype peteĩ ñandu renimbo joguahaite.

Ñanduguasu ome'ẽ Sapurũme isy rembiapokue ha ombojoaju hikuái hekove kuéra. Upe guive ko tembiapokue porãite, sy mborayhúgui heñói va'ekue, héra ñanduti. - F.A.A.

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La leyenda de la flor del ceibo

 La leyenda de la flor del ceibo

Anahí o la leyenda de la flor del ceibo.

Es tradicional la fiereza de la tribu "Guayaquí", de la familia de los guaraníes. Sus hombres y sus mujeres eran belicosos y celosos defensores del lar nativo.

Los Españoles los creían muchas veces verdaderos brujos, y los castigaban como a tales, es decir, con la hoguera. Las luchas entre indios y españoles dio lugar a una de las más bellas leyendas de las tierras que bañan el Paraná y el Uruguay.

Había en la tribu Guayaquí una indiecita que amaba su tierra natal al extremo de recorrer sola los bosques conversando con las aves, con las flores, con los animales que poblaban el bosque. Era conocida por la dulzura de su voz que de continuo entonaba los cánticos propios de su raza. Cuando ella cantaba, hasta el río rumoroso parecía callar para escucharla.

Un día, un gran pájaro de blanquísimas alas llegó navegando por el río; de él bajaron hombres barbudos cubiertos por metales relucientes que parecían dueños del rayom

transformándose por momentos en monstruos de cuatro patas y dos cabezas que atropellaban todo lo que encontraban en su camino.

La tribu de Anahí decidió defender la tierra nativa superando el terror que los embargaba ante aquellos monstruos desconocidos que más que hombres parecían creación del mismo Añangá.

Pelearon, pelearon días y días, semanas enteras. Pero iban siendo echados poco a poco de sus bosques, de sus ríos, de sus sierras. Anahí, pese a su juventud luchaba como los más valientes.

Su voz ya no cantaba más, gritaba la venganza y la guerra y animaba a los hombres y mujeres de la tribu. Pero un día aciago cayó prisionera. Llevada al campamento español, logró en la noche zafar sus ligaduras y golpeando malamente a un centinela ganó nuevamente el bosque, con tan poco fortuna que volvió a caer en manos de sus captores.

El soldado herido por Anahí murió. Sospechada de bruja, porque nadie podía admitir que con aquel cuerpo esmirriado y con su juventud pudiera haber dado muerte de un golpe al soldado, y atribuyéndole ayuda diabólica, fue condenada a morir en la hoguera.

Atada al palo de la ejecución y prendido el fuego de los leños, las llamas comenzaron a abrazarla. Pero Anahí, en medio de las llamas, en vez de gemir comenzó a cantar una canción en la que pedía a Tupá por su tierra, por su tribu, por sus bosques, por sus ríos.

Su voz se elevó al cielo, y al nacer el día, el cuerpo carbonizado de Anahí se había convertido en un robusto tronco de un árbol hermoso del que pendían racimos de rojas flores. Esa es la leyenda del ceibo.

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La leyenda de Luisõ (Monstruo de la Mitología Guarani)

La leyenda de Luisõ (Monstruo de la Mitología Guarani)

Luisõ - Monstruo de la Mitología Guarani.

En otras regiones sudamericanas es lobisón, lubisonte, lobizón. (un equivalente al hombre lobo europeo) Es el séptimo y último hijo varón de Taú y Keraná.

Quizas la historia vino con la colonización, una degeneración del relato folklórico europeo, pero los aborígenes autóctonos ya contaban historias de hombres - bestias; el hombre-tigre, hombre-puma, etc., siendo muy temidos por la zona.

La leyenda dice que el lobizón en las noches de luna llena de los Viernes; y/o Martes se transforma en un "animal" que mezcla las características de un perro muy grande y un hombre (otras veces, también, mezcla las características de un cerdo).

Para la transformación, el maldecido, comienza sintiéndose un poco mal; por ejemplo comienza sintiendo dolores y malestares, luego , presintiendo lo que va a venir, busca la soledad de un lugar apartado, como la partes frondosas del monte, se tira al suelo y rueda tres veces de izquierda a derecha, diciendo un credo al revés.

El lobisón se levanta con la forma de un perro inmenso, de color oscuro que va del negro al marrón bayo (dependiendo del color de piel del hombre portador de "la maldición"), ojos rojos refulgentes como dos brasas encendidas, patas muy grandes que son una mezcla de manos humanas y patas de perro, aunque otras veces, también tienen forma de pezuñas y que despide un olor fétido, como a podrido.

Vaga hasta que llega el día. Cuando los perros notan su presencia le siguen aullando y ladrando, pero sin atacarlo. Se alimenta de las de heces de gallinas (por eso se dice que cuando el granjero ve que el gallinero limpio, es porque el lobizón acecha por el lugar), cadáveres desenterrados de tumbas y de vez en cuando come algún bebé recién nacido que no haya sido bautizado.

El lobizón es reconocido porque:

Es hombre flaco, enfermizo, solitario y poco sociable.

Cae siempre en cama enfermo del estómago los días después de su transformación.

El hechizado vuelve a su forma de hombre al estar en presencia de su misma sangre, así, al ser cortado, recuperará su verdadera forma. Pero se vuelve enemigo a muerte de quien descubre su sagrado secreto y no se detendrá hasta verlo muerto.

Para matar a un lobizón se tiene que hacer con un arma blanca o con una bala bendecida.

Para alejarlo, ante su presencia, se debe arrodillar y rezar un padre nuestro, realizar la señal de la cruz, arrojarle agua bendita o un tizón al rojo vivo y/o también botellas rotas. El hombre-bestia puede volver a pasar su maldición, pasando por debajo de las piernas de otra persona, así el queda curado y el otro hombre queda maldecido. Al matarlo el se transformara en humano nuevamente y así podrá ser liberado del mal que lo acosa.

Las diferentes historias, por lo general, no muestran al ya nombrado lobisón como una bestia agresiva con los humanos, si no que más bien pacífica aunque hay que estar siempre alerta ante un posible ataque, ya que no es una bestia amigable.

Dice la mitoreferencia que al nacer Luison brilla en los cielos la conformación de estrellas conocidas como "Las Siete Cabrillas" en señal de que la maldición que afIigia a Tau y Kerana había cesado.

Según la Mitología Guaraní este monstruo y sus seis hermanos deambulan sobre la tierra.

Figuras del Museo Mitológico de Ramón Elias 

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La leyenda del Pombero

El Pombero, Karai Pyhare (señor de la Noche) o Pyragué (pies peludos)

La leyenda del Pombero

Es de baja estatura, fornido, moreno y retacón, con abundante vellosidad y brazos tan largos que los arrastra. Es el personaje mas comentado y temido. Su vigencia es permanente en todo el Paraguay, muchos afirman, aun hoy que lo han visto.

Se lo describe con boca grande y alargada, dientes muy blancos; ojos chatos, como los del sapo, una mirada fija, como la lechuza; y las cejas de pelo largo.

Usa un enorme sombrero de paja y luce andrajoso, con una bolsa al hombro.

Su función primordial es la de cuidar del monte y los animales salvajes. Se enoja muchísimo si algún cazador mata más presas de las que consumirá. Si eso ocurre se transforma en cualquier animal o planta y con argucias induce al infractor a internarse a lo profundo de la selva donde se pierde.

Lo mismo sucede con el pescador, o aquel que corta árboles que no utilizará. Su presencia no siempre puede ser advertida, porque la capacidad de metamorfosearse, hace que vigile subrepticiamente la conducta de los hombres.

Nunca debe pronunciarse su nombre en voz alta, hablar mal de él o silbar en horas de la noche, porque se enoja y puede vengarse molestando o ensañándose con esa persona.

Un mero roce con sus manos peludas puede producir que la persona se torne zonza, muda o experimente temblores. Se dice que si se le imita el grito, el Pombero puede contestar de manera enloquecedora. Por eso, y para no ofenderle, la gente se guarda de pronunciar su nombre en las reuniones nocturnas.

Puede ser amigo o enemigo. El que quiera tener a este duende de aliado puede dejarle ofrendas por la noche, como tabaco, miel o "Kaña". Los campesinos suelen pedirle favores sobre sus cultivos, y animales, pero no deben olvidar jamás de hacer su ofrenda cada noche por 30 días porque si lo olvidan, despiertan su furia y reciben innumerables maldades.

Puede molestar a sus enemigos tirándoles piedras o haciéndose invisible para luego mover las ramas de los árboles o imitar voces de animales salvajes o aparecercse como un asno sin cabeza y cosas por el estilo.

Abre puertas y ventanas con violencia. Anuncia su presencia por un silbido agudo en medio de la callada noche. Busca asustar a la gente piando como ciertas aves cuando cae el sol, es otra forma de saber que el Pombero está muy cerca.

Es un personaje travieso que desordena la casa, extravía los objetos, rompe o descompone los aparatos, dispersa a los animales, roba tabaco, miel, huevos o gallinas, desparrama el maíz, espanta a las aves de corral y abre las tranqueras dejando escapar al ganado, tira al jinete de su montura y asusta a la cabalgadura.

El tatakua (horno campesino) suele ser su refugio predilecto. Desde allí espía todo lo que ocurre en el hogar elegido. En las noches de "amenazo" (amenaza de lluvia), suele ser mas persistente en sus andanzas.

Es muy atrevido ya que en sus andanzas nocturnas gusta de despertar a las mujeres con el suave y escalofriante roce de sus manos. A veces las secuestra y las posee, y después de saciarse las deja ir, generalmente embarazadas, en cuyo caso el hijo nacerá muy parecido a él (se dice que con sólo tocarles el vientre las puede dejar embarazadas).

Como es muy lascivo, acecha a las mujeres, especialmente a las que no han sido bautizadas para poseerlas, y viola a aquella esposa que públicamente pone en tela de juicio la virilidad de su marido.

Algunos investigadores han recopilado la creencia de que el Pombero puede preñar a las mujeres, solo apoyando el dedo en su vientre. Esto ocurriría si la dama solitaria, sin bautismo, al ser visitada en la noche por él, no le invita tabaco, miel o cigarrillos. Quizá, de esta manera inocente e ingenua, la cultura guaranítica explica los nacimientos extramatrimoniales, hecho muy repudiado en estos núcleos sociales.

Si el Pombero es enemigo, se está expuesto a innumerables peligros dentro del bosque, porque siempre con engaños intentará perderlo en la espesura. Algunas veces provoca extraños accidentes dentro de los ranchos, como por ejemplo que se cierren solas las puertas, o caigan utensilios de la cocina, misteriosamente.

En cambio si es amigo, pueden obtenerse grandes ventajas, puesto que él, de manera invisible guiará al cazador hasta el lugar donde se hallan las presas más grandes y gordas, la buena pesca o los mejores frutos silvestres.

Sus pisadas no se sienten. Sus pies se pueden dar la vuelta, de manera que confunde a aquellos que quieren seguirlo, (ésta era una característica de unos indígenas del Chaco denominados pyta jovái (Talones Dobles), porque al usar unas zapatillas rectangulares era imposible descubrir hacia donde se dirigía un caminante en el polvoriento suelo chaqueño)

Figuras del Museo Mitológico de Ramón Elias 

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La leyenda de Ao-Ao

La leyenda de Ao-Ao

Este monstruo tenía cuerpo similar a la oveja, cabeza de oso y patas terminadas en grandes y potentes garras. su aspecto era terrorífico. Perseguía y devoraba a los cazadores y personas que se aventuraban en la selva. El único modo de salvarse de su acometida era trepando a un pindo, árbol sagrado, dado por Tupâ Rupa‚ para nutrición y auxilio de la gran familia Guaraní; (diluvio, por ejemplo).

De subirse a otra especie, los Ao-Ao los acorralaban y hacían caer el árbol excavando las raíces con sus potentes garras mientras emitían ladridos. Vivían en manadas en bosques y serranías de la región Oriental. La denominación de Ao-Ao es de origen onomatopéyico. La tendencia agudizante carga la emisión tónica en la partícula final. Trocándola logramos reconstruir el eco de un lejano ladrido, e1 que proferían estos seudo duendes según la versión del mitogénesis.

Pero también Ao-Ao refiere a un ser vestido, excesivamente cubierto. La relación dice parecer a una oveja. El nombre tanto acomoda a la onomatopeya como a la pelambre. El animal existe en la realidad zoológica, según afirman serios investigadores. En todo el país y los de habla Guaraní, este animal es conocido como ovecha-kaaguy. Aún debe procederse a su clasificación científica en la fauna de la América mesopotamica, especialmente en Paraguay.

Se han ocupado de este raro espécimen Moisés Bertoni y León Cadogan, diciendo este último que aún devora personas entre las piedras del Yvytyrusu. Es comprensible que aún no se haya logrado echar mano a este animal peregrino, la bestia ignota del solar Guaraní. Saben de ellos los Chulupi y los Mbya de las selvas del Monday y Mbaracaja con las referencias recogidas en el terreno, se ha logrado plasmar una aproximación mitozoomórfica. Su confomación se presta magníficamente a una tesitura legendaria, como la que acertadamente propusiera Rosicrán.

La leyenda de Ao-Ao

Fuente : Facebook

Figuras del Museo Mitológico de Ramón Elias

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La leyenda de Tupi y Guarani

La leyenda de Tupi y Guarani

En tiempos remotos el profeta Tamandaré‚ predijo el diluvio universal, que efectivamente se produjo, cubriendo totalmente el agua la faz de la tierra. Solamente se salvó de ese diluvio una familia caria, gracias a que pudo subir a un gran pindó (palmera), de cuyos frutos se mantuvieron estos únicos sobrevivientes, hasta que bajaron las aguas.

Los integrantes de esa familia, una vez pasado el peligro, se ubicaron a orillas del anchuroso río Araguay, cuya etimología: ára, cielo o arriba; gua, de o del; y, agua, indica que es agua caída del cielo o el río que se formó de las aguas del diluvio. Este caudaloso río se encuentra bordeado de exuberante vegetación y nace en el corazón de Mato Grosso, territorio brasileño y cruza monjes y valles para ir a desaguar en el Atlántico ecuatorial.

La leyenda recuerda solamente el nombre de los varones de esta familia escogida para repoblar la tierra. El Karai), que se llamaba àuar (para ser o para generar), con dos hijos: Tupi el mayor y Guarani el menor, cada uno con su “tembireko” (esposa).

Al morir los padres, ambos matrimonios siguieron habitando la casa paterna, en completa armonía, cultivando la tierra, pescando, cazando, criando a sus hijos y viviendo puros, sin egoísmo, sanos de cuerpo y alma. Era un verdadero paraíso terrenal. En ese estado los encontraron los conquistadores. Tupí y Guaraní, fueron dos hermanos muy unidos; mozos fornidos, veloces nadadores, habilidosos y temerarios en la caza.

Su piel bronceada, curtida por el sol tropical, guardaba una desarrollada musculatura; los ojos centelleantes delataban aguda inteligencia y bravura; los brazos torneados y firmes, terminaban en ágiles dedos, muy katupyry (diestros) en el manejo del “hu’y” (flecha) o para pulsar su nativo “mbaraka” (guitarra), instrumento autóctono hecho de calabaza.

Las mujeres eran hermosas, verdaderas palmeras andantes; sus cuerpos esbeltos y ondulantes se deslizaban, al igual que el de los hombres, en el agua le imitaban al “mbigua” (un palmípedo) en sus atrevidas zambullidas; sus lacias cabelleras, lustrosas y renegridas, hacían juego con los ojos vivaces, brillantes y de un negror embrujante.

Cada cual tenía su trabajo: los hombres pescaban, cazaban y cultivaban la tierra con experiencia innata y gran cariño; de ella sacaban el avati (maíz), de doradas espigas; los abultados y alimenticios tuberculos del jety (batata o boniato), mandl’o (mandioca) y el avakachl (ananá ) que saturaban de fragancia el ambiente del kokue (chacra), el lustroso tallo del pakova (banano), que se inclinaba bajo el peso de sus cachos recargados de banana de oro,. etc.

Las mujeres se dedicaban a los quehaceres domésticos; cocinaban en el japepo (olla de barro) y traían agua de los manantiales en bermejos kambuchi (cántaros) sobre sus cabezas, y finalmente el mandyju (algodón) que hilaban y tejían para ser utilizados en sus vestimentas. Completaba este hogar paradisíaco un multicolor araraka (papagayo) parlero, que constituía la distracción de la familia.

Un día, sin embargo, habló mas de la cuenta y sembró la cizaña en esa unida y feliz familia, siendo el promotor de la separación definitiva de los hermanos. Cuando Tupl regresaba de caza, el araraka le decía… “Guaraní olko ne rembirekondive” (Guaraní convive con tu mujer).

Y cuando Guaraní regresaba del monte trayendo miel de abejas, frutas, le repetía el cuento que Tupl lo traicionaba con su mujer. La duda sembrada por el chisme, dio paso a la desconfianza y esta desunió a la hasta entonces feliz familia. Para no pelear entre hermanos y en vista de que la situación se iba tornando insostenible, Guaraní resolvió alejarse hacia el Sur con su mujer y se ubicaron en el lugar que hoy se conoce como el Paraguay.

Tupl quedó establecido en la querencia paterna y su descendencia fue poblando lo que hoy es el Brasil, extendiéndose hasta el norte.

Este es el génesis de las dos grandes familias carias, que llegaron a constituir, con el correr del tiempo dos importantes razas de América: la Tupí y la Guaraní.

Tan emprendedores, activos e inteligentes fueron los fundadores y descendientes de estas razas, que a su llegada los españoles encontraron no sólo hombres libres, de independiente albedrío, sanos, felices y pacíficos, sino que también una extensa variedad en la línea de productos agrícolas.

Esta leyenda de Tupí y Guaraní se relata de generación en generación en el dulce idioma de la raza.

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viernes, 14 de abril de 2023

El hundimiento del Titanic

Un día como hoy, pero de 1912, el Titanic colisionaba contra un iceberg. En este post te contamos la historia del hundimiento del Titanic y aprovechamos a recomendarte leer la verdadera historia de Jack y Rose de Titanic que se viralizó en nuestro blog.

Además, pronto traeremos nuevas historias sobre personajes del Titanic que aparecieron en la película y que fueron personas de la vida real, que estuvieron en el fatídico momento en el que el barco gigante se hundió, causando una de las tragedias humanas más recordadas hasta la fecha.

El hundimiento del Titanic

El hundimiento del Titanic

El 14 de abril de 1912, tras infructuosas maniobras para evitarlo, el transatlántico británico RMS Titanic colisionó con un iceberg, durante su viaje inaugural, y horas más tarde naufragaba en el océano Atlántico.

Cuando terminó de construirse, el Titanic era el barco de pasajeros más grande y lujoso del mundo. Con 2.224 pasajeros a bordo, zarpó desde el puerto de Southampton, Inglaterra, para dirigirse a Nueva York, el 10 de abril de 1912.

Durante la gélida noche del 14 de abril, el Titanic navegaba en aguas tranquilas y sin oleaje, condiciones especialmente dificultosas para el avistamiento de icebergs. Cuando faltaban pocos minutos para la medianoche, los vigías dieron alarma de colisión.

Con un iceberg divisado a 600 metros de la proa, el primer oficial William Murdoch, de guardia en ese momento, tras la retirada del Capitán Smith a su camarote, intentó evitar la colisión con un giro de timón.

Aunque la maniobra se considera hoy correcta, no pudo evitar el contacto entre el casco y la parte sumergida del iceberg, lo que generó la apertura de seis brechas en las placas de estribor, que en conjunto sentenciaron el naufragio del Titanic.

El hundimiento se cobró la vida de aproximadamente 1.500 personas, sea ya por ahogamiento o por hipotermia. Según una investigación del senado de los Estados Unidos, el buque no llevaba botes salvavidas para todos los pasajeros. 

Fuente : History Latinoamérica

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miércoles, 5 de abril de 2023

Gabriel García Márquez - Un día de estos

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - Un día de estos. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - Un día de estos

Gabriel García Márquez - Un día de estos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

FIN

Un día de estos - Gabriel García Márquez

Tomado de Facebook

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Gabriel García Márquez - La tercera resignación

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - La tercera resignación. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - La tercera resignación

Gabriel García Márquez - La tercera resignación

Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.

El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

La tercera resignación

(1947)

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Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

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Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.

-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

Sólo vine a hablar por teléfono

Autor: Gabriel García Marquez

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Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

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Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

La viuda de Montiel

Los funerales de la Mamá Grande, (1962)

Cuando murió don José Montiel todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.

Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo —desde su puesto consular de Alemania— y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre —pensaba—. Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.

Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.

Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que faltaba —pensó—. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.

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Gabriel García Márquez - El ahogado

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Gabriel García Márquez - El ahogado

Gabriel García Márquez - El ahogado

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilu­sión que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quita­ron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba en­cima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hom­bres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pen­saron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdi­gadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor a que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que arrojar­los en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mien­tras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le ras­paron la rémora con hierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobre­llevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante gran­de para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpu­lentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensa­ban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pen­sando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la Tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había con­templado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

-Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantu­vieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera lla­marse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resul­tó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo ha­bían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infe­liz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resis­tente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Este­ban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüen­za de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate si­quiera hasta que hierva el café, eran los mismos que des­pués susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres fren­te al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrie­ron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hom­bre más desvalido de la Tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia que el ahogado no era tam­poco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tor­tuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un foras­tero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres termi­naron por despotricar que de cuándo acá semejante albo­roto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reco­nocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, qui­zás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta que estaba avergonzado, que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarra­do yo mismo un áncora, de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acanti­lados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sen­tían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estre­mecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más esplén­didos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía cami­nar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería dife­rente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manan­tiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasa­jeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en alta mar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Fuente : Facebook

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