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miércoles, 5 de abril de 2023

Gabriel García Márquez - Un día de estos

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Gabriel García Márquez - Un día de estos

Gabriel García Márquez - Un día de estos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

FIN

Un día de estos - Gabriel García Márquez

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Gabriel García Márquez - La tercera resignación

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Gabriel García Márquez - La tercera resignación

Gabriel García Márquez - La tercera resignación

Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.

El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

La tercera resignación

(1947)

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Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

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Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

Gabriel García Marquez - Sólo vine a hablar por teléfono

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.

-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

Sólo vine a hablar por teléfono

Autor: Gabriel García Marquez

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Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

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Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

Gabriel García Márquez - La viuda de Montiel

La viuda de Montiel

Los funerales de la Mamá Grande, (1962)

Cuando murió don José Montiel todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.

Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo —desde su puesto consular de Alemania— y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre —pensaba—. Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.

Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.

Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que faltaba —pensó—. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.

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Gabriel García Márquez - El ahogado

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Gabriel García Márquez - El ahogado

Gabriel García Márquez - El ahogado

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilu­sión que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quita­ron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba en­cima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hom­bres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pen­saron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdi­gadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor a que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que arrojar­los en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mien­tras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le ras­paron la rémora con hierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobre­llevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante gran­de para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpu­lentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensa­ban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pen­sando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la Tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había con­templado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

-Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantu­vieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera lla­marse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resul­tó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo ha­bían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infe­liz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resis­tente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Este­ban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüen­za de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate si­quiera hasta que hierva el café, eran los mismos que des­pués susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres fren­te al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrie­ron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hom­bre más desvalido de la Tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia que el ahogado no era tam­poco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tor­tuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un foras­tero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres termi­naron por despotricar que de cuándo acá semejante albo­roto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reco­nocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, qui­zás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta que estaba avergonzado, que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarra­do yo mismo un áncora, de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acanti­lados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sen­tían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estre­mecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más esplén­didos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía cami­nar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería dife­rente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manan­tiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasa­jeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en alta mar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Fuente : Facebook

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Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

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Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Aca­baban de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuan­do una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.

-Hola, reina -dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba al­guien al restaurante José hacía lo mismo. Has­ta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

-¿Qué quieres hoy? -dijo.

-Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero -dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.

-No me había dado cuenta -dijo José.

-Todavía no te has dado cuenta de nada -dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.

-Estás hermosa hoy, reina -dijo José.

-Déjate de tonterías -dijo la mujer-. No creas que eso me va a servir para pagarte.

-No quise decir eso, reina -dijo José-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expre­sión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

-Te voy a preparar un buen bistec -dijo José.

-Todavía no tengo plata -dijo la mujer.

-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dijo José.

-Hoy es distinto -dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.

-Todos los días son iguales -dijo José-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

-Y es verdad -dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. “Es verdad, José. Hoy es distinto”, dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj.

-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dijo.

-No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis -dijo la mujer-. Vine a las seis menos cuarto.

-Acaban de dar las seis, reina -dijo Jo­sé-. Cuando tú entraste acababan de darlas.

-Tengo un cuarto de hora de estar aquí -dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba. Acer­có a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

-Sóplame aquí -dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.

-Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

-Eso se lo vas a decir a otro -dijo-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

-Me tomé dos tragos con un amigo -dijo la mujer.

-Ah; entonces ahora me explico -dijo José.

-Nada tienes que explicarte -dijo la mujer-. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dijo-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

-Sí importan, José -dijo la mujer. Y es­tiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de ne­gligente abandono-. Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. -Volvió a mirar el reloj y rectificó:

-Qué digo: ya tengo veinte minutos.

-Está bien, reina -dijo el hombre-. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

-Quiero verte contenta -repitió. Se de­tuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

-No he querido decir eso, reina -dijo José-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

-No te lo digo por eso -dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente-. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mu­jer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

-No tengo hambre -dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la ca­lle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-Es verdad -dijo José, en seco, sin mirarla.

-¿A pesar de lo que te dije? -dijo la mujer.

-¿Qué me dijiste? -dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

-Lo del millón de pesos –dijo la mujer.

-Ya lo había olvidado -dijo José.

-Entonces, ¿me quieres? -dijo la mujer.

-Sí -dijo José.

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de de­cirlo, como si hablara en puntillas:

-¿Aunque no me acueste contigo? -dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dijo. Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los po­derosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció per­pleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran reve­lado de golpe todos los secretos. Dijo:

-Esta tarde no entiendes nada, reina. -Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:- La mala vida te está embruteciendo.

Pero ahora la mujer había cambiado de ex­presión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mi­rarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:

-Entonces, no estás celoso.

-En cierto modo, sí -dijo José-. Pero no es como tú dices.

Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, se­cándose la garganta con el trapo.

-¿Entonces? -dijo la mujer.

-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dijo José.

-¿Qué? -dijo la mujer.

-Eso de irte con un hombre distinto to­dos los días -dijo José.

-¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? -dijo la mujer.

-Para que no se fuera, no -dijo José-. Lo mataría porque se fue contigo.

-Es lo mismo -dijo la mujer.

La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

-Todo eso es verdad -dijo José.

-Entonces -dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra arrojó la colilla-, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?

-Por lo que te dije, sí -dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

-Qué horror, José. Qué horror -dijo, to­davía riendo-, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando en­cuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué ho­rror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mu­jer se echó a reír, se sintió defraudado.

-Estás borracha, tonta -dijo-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.

Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin ex­traer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-José -dijo.

El hombre no la miró.

-¡José!

-Vete a dormir -dijo José-. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.

-En serio, José -dijo la mujer-. No estoy borracha.

-Entonces te has vuelto bruta -dijo José.

-Ven acá, tengo que hablar contigo -dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

-¡Acércate!

El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

-Repíteme lo que me dijiste al principio -dijo.

-¿Qué? -dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.

-Que matarías a un hombre que se acos­tara conmigo -dijo la mujer.

-Mataría a un hombre que se hubiera acos­tado contigo, reina. Es verdad -dijo José.

La mujer lo soltó.

-¿Entonces me defenderías si yo lo mata­ra? -dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enor­me cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió.

-Contéstame, José -dijo la mujer-. ¿Me defenderías si yo lo matara?

-Eso depende -dijo José-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.

-A nadie le cree más la policía que a ti -dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.

-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira -dijo.

-No se saca nada con eso -dijo José.

-Por lo mismo -dijo la mujer-. La po­licía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.

José se puso a dar golpecitos en el mostra­dor, frente a ella, sin saber qué decir. La mu­jer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.

-¿Por mí dirías una mentira, José? -dijo-. En serio.

Y entonces José se volvió a mirarla, brus­camente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.

-¿En qué lío te has metido, reina? -dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estó­mago del hombre.

-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dijo.

La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.

-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

-¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?

-Nunca he pensado matar a nadie -dijo José desconcertado.

-No, hombre -dijo la mujer-. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

-¡Ah! -dijo José-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

-Ya vuelves a enredar las cosas -dijo José. Empezaba a parecer impaciente.

-No enredo nada -dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplana­dos y tristes debajo del corpiño.

-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.

-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dijo José.

-Lo resolví hace un rato -dijo la mu­jer-. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.

José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:

-Claro que como tú lo haces es una por­quería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.

-Hace tiempo me estaba dando cuenta -dijo la mujer-. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.

José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dora­do por una prematura harina otoñal.

-¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?

-No hay para qué ir tan lejos -dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.

-¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?

-Eso pasa, reina -dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.

Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.

-¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?

-Eso no lo hace ningún hombre decente -dijo José.

-¿Pero, y si lo hace? -dijo la mujer, con exasperante ansiedad-. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?

-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

-Bueno -dijo la mujer, ahora completamente exasperada-. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.

-De todos modos no es para tanto -dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.

-Eres un salvaje, José -dijo-. No en­tiendes nada. -Lo agarró con fuerza por la manga.- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.

-Está bien -dijo José, con un sesgo con­ciliatorio-. Todo será como tú dices.

-¿Eso no es defensa propia? -dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.

José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso com­promiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? -dijo.

-Depende -dijo José.

-¿Depende de qué? -dijo la mujer.

-Depende de la mujer -dijo José.

-Suponte que es una mujer que quieres mucho -dijo la mujer-. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.

-Bueno, como tú quieras, reina -dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer per­manecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como po­dría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

-¡José!

El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidari­dad. Apenas una mirada de juguete.

-Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada -dijo la mujer.

-Sí -dijo José-. Lo que no me has di­cho es para dónde.

-Por ahí -dijo la mujer-. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.

José volvió a sonreír.

-¿En serio te vas? -preguntó, como dán­dose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.

-Eso depende de ti -dijo la mujer-. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?

José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.

-Si algún día vuelvo por aquí, me pon­dré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.

-Si vuelves por aquí debes traerme algo.

-Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo -dijo ella.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si es­tuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.

-¿Qué? -dijo José, sin mirarla.

-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto? -dijo la mujer.

-¿Para qué? -dijo José, todavía sin mi­rarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

-Eso no importa -dijo la mujer-. La cosa es que lo hagas.

José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.

-Está bien, reina -dijo distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.

-Bueno -dijo la mujer-. Entonces, prepárame el bistec.

El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.

-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dijo.

-Gracias, Pepillo -dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando vol­vió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Enton­ces vio al hombre que estaba junto a la estu­fa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

-Pepillo.

-Ah.

-¿En qué piensas? -dijo la mujer.

-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dijo José.

-Claro que sí -dijo la mujer-. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa.

-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -di­jo-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?

-Sí -dijo la mujer.

-¿Qué? -dijo José.

-Quiero otro cuarto de hora.

José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y final­mente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.

-En serio que no entiendo, reina -dijo.

-No seas tonto, José -dijo la mujer-. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

Tomado de Facebook

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Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. En­cendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equili­brándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidare­mos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz ma­temática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces compren­dí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y re­gresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella -sentada a mis espaldas- pero ima­ginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera­ levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el ci­garrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Vol­vió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a des­vestirse, pieza por pieza, empezando por arri­ba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por comple­to, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos aguje­ros, como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún mu­seo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si al­guien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distin­to de eso. Su vida estaba dedicada a encon­trarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que ha­bría podido entenderle:

“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le ha­cían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales em­pañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el ín­dice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldo­sado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vende­dor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el em­baldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el em­baldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siem­pre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las re­cuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asán­dose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde se­guía sentado, meciéndome en el asiento. “Nun­ca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des­aparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré re­cordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso tam­bién lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hu­biera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy en­trando”, y ella hubiera seguido con el pape­lito entre el pulgar y el índice, dándole vuel­tas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “… en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.”

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las co­sas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba miran­do. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pre­gunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos he­mos encontrado en otros sueños”.

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, vol­ví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bas­tará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se mo­vió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvida­do”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almoha­da ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mi­rarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me di­rigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invaria­ble: “No abras esa puerta”, dijo. “El corre­dor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dor­mida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”.

Afuera el viento aleteó un instante, se que­dó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te recono­ceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las pare­des: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una sonrisa triste -que era ya una sonrisa de en­trega a lo imposible, a lo inalcanzable-, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.

Tomado de Facebook

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martes, 15 de noviembre de 2022

El príncipe Aegon Targaryen de niño - Fuego y Sangre, George RR Martin

La crueldad de los niños es de todos sabida. El príncipe Aegon Targaryen tenía trece años; la princesa Helaena, once; el príncipe Aemond, diez, y el príncipe Daeron, seis. Tanto Aegon como Helaena eran jinetes de dragón.

Por entonces, Helaena volaba con Fuegoensueño, la hembra que en tiempos había transportado a Rhaena, la Novia de Negro de Maegor el Cruel,mientras que se dice que el joven Fuegosolar de su hermano Aegon era el dragón más bello jamás visto sobre la faz de la tierra. Hasta el príncipe Daeron tenía un dragón, una preciosa hembra azul llamada Tessarion,aunque aún no había montado a su lomo. 

Tan solo el hijo mediano, el príncipe Aemond, carecía de dragón, pero su alteza tenía la esperanza de ponerle remedio y propuso que la corte se quedase un tiempo en Rocadragón tras las exequias. Bajo Montedragón había una plétora de huevos, y varias crías también; el príncipe Aemond podría elegir, «si el mozo tiene bastante osadía».

Aun a sus diez años, Aemond Targaryen no andaba corto de audacia. La mofa del rey lo picó, de modo que decidió no aguardar a llegar a Rocadragón. ¿Para qué quería una pobre cría o un dichoso huevo? Allí mismo, en Marea Alta, había una dragona digna de él: Vhagar, la más anciana, la más grande, la más terrible del mundo. 

Por más que se sea de linaje Targaryen, aproximarse a un dragón siempre entraña sus peligros, sobre todo tratándose de un dragón viejo y de mal talante que acaba de perder a su jinete. Sus padres jamás le permitirían ni arrimarse a Vhagar, eso bien lo sabía, y mucho menos tratar de montarla,así que procuró que no se enteraran; se levantó al alba mientras aún dormían y salió a hurtadillas al patio, donde Vhagar y los demás dragones comían y estaban estabulados. 

Llamadlo audacia, llamadlo necedad, llamadlo suerte, la voluntad de los dioses o el capricho de los dragones. ¿Quién aspira a saber qué pasa por la mente de tales bestias? Lo que sabemos es que Vhagar rugió, se puso en pie, se sacudió violentamente…, se liberó de sus cadenas y voló. Y el joven príncipe Aemond Targaryen se convirtió en jinete de dragón al trazar dos círculos sobre las torres de marea Alta. 

Fuego y Sangre, George RR Martin

El príncipe Aegon Targaryen a los trece años
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martes, 25 de octubre de 2022

¡El Rey en el Norte! Juego de Tronos, George RR Martin

  —Decidáis lo que decidáis, un Lannister nunca será mi rey —declaró Marq Piper. 

—¡Ni el mío! —gritó el pequeño Darry—. ¡Ni el mío tampoco! 

La gritería empezó de nuevo. Catelyn se sentó, sin esperanza. Había faltado poco. Casi la habían escuchado, casi... pero el momento oportuno había pasado ya. No habría paz, ni tiempo para curar las heridas, ni seguridad. Miró a su hijo, observó cómo escuchaba las discusiones de los señores, con el ceño fruncido, preocupado, pero comprometido con la guerra. Había accedido a casarse con una hija de Walder Frey, pero Catelyn veía bien claro que su verdadera novia era la espada que reposaba sobre la mesa. Pensó en sus hijas, se preguntó si volvería a verlas, y en aquel momento el Gran Jon se puso en pie. 

—¡Mis señores! —gritó con una voz que hizo temblar las vigas—. ¡Ved lo que opino de esos dos reyes! —Escupió al suelo—. Para mí Renly Baratheon no significa nada, y Stannis menos aún. ¿Por qué van a reinar sobre mí y sobre los míos, desde un trono florido en Altojardín o Dorne? ¿Qué saben ellos del Muro, o del Bosque de los Lobos, o de los primeros hombres? ¡Si hasta adoran a otros dioses! Y que los Otros se lleven también a los Lannister, ¡estoy harto de ellos! —Se echó la mano a la espalda por encima del hombro, y desenvainó el inmenso espadón—. ¿Por qué no volvemos a gobernarnos a nosotros mismos? Juramos lealtad a los dragones, y los dragones están todos muertos. —Señaló a Robb con la espada—. Éste es el único rey ante el que pienso doblar la rodilla, mis señores —rugió—. ¡El Rey en el Norte! —Y se arrodilló, y puso la espada a los pies de Robb. 

—En esos términos sí firmaré la paz —dijo Lord Karstark—. Que se queden con su castillo rojo, y con su silla de hierro. —Sacó la espada de la vaina—. ¡El Rey en el Norte! —exclamó, arrodillándose junto al Gran Jon.

—¡El Rey del Invierno! —dijo Maege Mormont levantándose y poniendo la maza de púas junto a las espadas. 

También los señores del río se levantaron, Blackwood, Bracken, Mallister, Casas que Invernalia nunca había gobernado, pero Catelyn vio cómo se levantaban, 

desenfundaban las armas, doblaban las rodillas y gritaban los antiguos lemas que no se habían escuchado en el reino desde hacía más de trescientos años, desde que Aegon el Dragón unificara los Siete Reinos... Pero en aquel momento volvían a escucharse, retumbando entre las vigas de la sala de su padre.

—¡El Rey en el Norte! 

—¡El Rey en el Norte! 

—¡El Rey en el Norte! 

Juego de Tronos (Game of Thrones), George RR Martin

¡El Rey en el Norte! Juego de Tronos, George RR Martin

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viernes, 29 de julio de 2022

El libro infinito del escritor francés Raymond Queneanu

 ¿Sabias que existe un libro que nadie podrá terminar de leer en su vida y que tan solo cuenta con 10 páginas?

El libro infinito del escritor francés Raymond Queneanu

El libro infinito del escritor francés Raymond Queneanu

En 1960, el escritor francés Raymond Queneanu, presentó el que probablemente sea el libro más extenso del mundo

Se trata de Cent mille miliards de poémes, y apenas ocupa diez páginas, que contienen cada una un soneto. Los versos mantienen todos la misma rima y están cortados en tiras, de modo que pueden combinarse con los de otros sonetos. 

Así, el número total de combinaciones posibles que contiene el libro es de 10 elevado a 14, es decir, cien billones de poemas distintos. Eso implica que nadie nunca podrá leer el libro entero por mucho que se empeñe, ya que se tardarian varios millones de años en casar todos los poemas, eso sin comer, ni dormir, ni leer revistas ni nada. ¡Todo en sólo diez páginas!

Cualquier mezcla que hagamos formará un soneto con sentido, atendiendo a las estrofas, el ritmo y la rima, además, es muy probable que tomando un poema al azar el lector sea el primero en leerlo ya que, según afirmaba el propio Raymond Queneau, si se nos toma unos 45 segundos en leer un soneto y otros 15 en preparar el siguiente, para leer todas las combinaciones tardaríamos aproximadamente unos doscientos millones de años.

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viernes, 21 de enero de 2022

La Comunidad del Anillo, El Puente de Khazad-Dûm

Un 15 de enero del año 3019 de la Tercera Edad, Gandalf se enfrenta al Balrog en el Puente de Khazad-Dûm

"-No puedes pasar -dijo. Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio de muerte cayó alrededor-. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llam a de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra! No puedes pasar.

El Balrog no respondió. El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía más. El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía visible, como un débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris e inclinado, como un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.

De la sombra brotó llameando una espada roja.

Glamdring respondió con un resplandor blanco. Hubo un sonido de metales que se entrechocaban y una estocada de fuego blanco. El Balrog cayó de espaldas y la hoja le saltó de la mano en pedazos fundidos. El mago vaciló en el puente, dio un paso atrás y luego se irguió otra vez, inmóvil.

-¡No puedes pasar! -dijo.

El Balrog dio un salto y cayó en medio del puente. El látigo restalló y silbó.

-¡No podrá resistir solo! -gritó Aragorn de pronto y corrió de vuelta por el puente-. ¡Elendil! -gritó-. ¡Estoy contigo, Gandalf!

-¡Gondor! -gritó Boromir y saltó detrás de Aragorn.

En ese momento, Gandalf alzó la vara y dando un grito golpeó el puente ante él. La vara se quebró en dos y le cayó de la mano. Una cortina enceguecedora de fuego blanco subió en el aire. El puente crujió, rompiéndose justo debajo de los pies del Balrog y la piedra que lo sostenía se precipitó al abismo mientras el resto quedaba allí, en equilibrio, estremeciéndose como una lengua de roca que se asoma al vacío.

Con un grito terrible el Balrog se precipitó hacia adelante; la sombra se hundió y desapareció. Pero aún mientras caía sacudió el látigo y las colas azotaron y envolvieron las rodillas del mago, arrastrándolo al borde del precipicio. Gandalf se tambaleó y cayó al suelo, tratando vanamente de asirse a la piedra, deslizándose al abismo.

-¡Huid, insensatos! -gritó, y desapareció"

(La Comunidad del Anillo, El Puente de Khazad-Dûm)

La Comunidad del Anillo, El Puente de Khazad-Dûm
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miércoles, 30 de junio de 2021

5 consejos rápidos para leer más libros

Admítelo, la mayoría de nosotros pasamos nuestro tiempo desplazándonos por las redes sociales que leyendo libros. La famosa línea de mentiras "Voy a leer todo el día, así que no me molestes, por favor". sigue siendo un mito. Nunca sucede en la vida real. Terminamos yendo a Twitter o haciendo cosas completamente sin importancia.

He estado celoso de otras personas que leen más de cinco libros al mes porque nunca puedo exceder la maldición de los cinco libros al mes que creo que una bruja mala me lanzó cuando todavía estaba en el vientre de mi madre. Entonces, se me ocurrieron algunos consejos y trucos para leer más libros que realmente me funcionan (pero tengo un trasero muy, muy, muy perezoso, por lo que seis libros leídos aún están por tachar) y espero que también te ayuden.

5 consejos rápidos para leer más libros 

5 consejos rápidos para leer más libros

1. Audiolibros

Antes de que digas nada, ¡los audiolibros cuentan como lectura! Guardaremos esta discusión para otra publicación de blog, así que no profundicemos en ella, pero cuenta. ¡Los audiolibros son el mejor consejo para mí! Los audiolibros permitieron leer mientras lavaba los platos, conducía, etc. Para alguien que es perezoso para llevar libros siempre que sale y no está acostumbrado a leer en público, me está salvando la vida entera.

2. Establecer un temporizador

Establecer un temporizador antes de leer un libro aumenta totalmente la duración de mi vida. Puede configurarlo de 10 a 20 minutos o cualquier cosa que funcione para ti y que no parezca demasiado intimidante.

Alternativamente, puedes establecer un objetivo de cuántas páginas deseas leer durante el día. Definitivamente depende de ti, pero te sugiero que lo mantengas lo suficientemente pequeño, como 20 páginas. Parece un poco, pero se suma bastante rápido.

3. Súmate a los desafíos de lectura

Hay toneladas de desafíos de lectura dando vueltas en la comunidad y estoy seguro de que puedes encontrar uno que te funcione. 

También puedes hacer los desafíos de lectura de 24 horas con algunos amigos o totalmente solo. Los desafíos nos permiten canalizar nuestra productividad interior para hacer ciertas cosas, ¡incluida la lectura! Ver tus objetivos como un desafío tiene una tasa de éxito más alta de lo que crees.

4. Haz una breve desintoxicación social

En palabras simples, elimina todas las distracciones: las redes sociales, tu teléfono. Pasamos la mayor parte del tiempo navegando en Twitter, Instagram o Facebook. O desbloqueamos nuestro teléfono solo para escribir en Twitter sobre el libro que estábamos leyendo, pero nos encontramos desplazándonos durante más de media hora.

Imagínate, ¿cuántas páginas habrás leído si solo continuas leyendo en lugar de desplazarte durante media hora en las redes sociales? 

5. No tengas miedo de dejar un libro

¡ESTÁ BIEN ABANDONAR UN LIBRO! No te dejes agobiar por terminar un libro. ¿Por qué molestarte si no es de tu gusto? El tiempo es oro, así que deberíamos dedicar nuestro tiempo a leer devorando grandes novelas. Puede pasar el libro que no te guste a un amigo que realmente lo disfrute.

Eso es todo con los consejos que tengo para que leas más libros. ¡Con suerte, has encontrado algo que te ayudará en el camino! 

¡Dime que piensas!

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martes, 29 de junio de 2021

8 beneficios de la lectura

Los materiales de lectura como libros, diarios, revistas, periódicos, etc. son la fuente más económica de conocimiento y entretenimiento. La lectura es la forma más barata de adquirir conocimientos y así mejorar los estilos de vida. A continuación comparto los 8 beneficios de la lectura

8 beneficios de la lectura

8 beneficios de la lectura

1. Dar satisfacción

La lectura da una gran satisfacción a los lectores. Una famosa frase "acurrucarse con libros" crea una imagen de una relación cálida y cercana con el libro.

Incluso los padres se sienten satisfechos cuando ven que sus hijos están leyendo libros.

2. Mejora de la concentración

Para leer, uno necesita estar concentrado durante más tiempo y requiere ejercicio mental. Para comprender el texto o la historia completa, el lector debe concentrar su mente en un asunto en particular.

De esta manera, la lectura mejora nuestro poder de concentración y enfoque.

3. Impartir conocimientos

La lectura mejora el conocimiento de los lectores.

Al desarrollar las habilidades lectoras, los lectores pueden diversificar su campo de conocimiento, lo que les brinda la oportunidad de participar en procesos fructíferos de discusión y toma de decisiones.

4. Ejercicio del cerebro

La lectura se considera un ejercicio del cerebro.

Cuando nos involucramos en la lectura, nuestras células cerebrales comienzan a trabajar para comprender el significado del texto e intentan relacionar varios aspectos del tema leído.

Así, la lectura estimula el cerebro y lo impulsa a pensar en todos los aspectos posibles para realizar el significado.

5. Reducir el estrés

La lectura es un gran hábito que puede cambiar dramáticamente la vida de las personas. Puede entretenernos, divertirnos y enriquecernos con conocimientos.

Nos ayuda a reducir el estrés, aliviar tensiones y, por lo tanto, aumenta nuestra energía. Nos lleva al reino de los sueños y la diversión, lejos del complejo mundo real.

6. Mejora del pensamiento analítico

La lectura no solo enriquece su conocimiento, sino que también lo agudiza para analizar y evaluar las cosas de una mejor manera.

De esta forma, la lectura mejora nuestro pensamiento analítico.

7. Mejora del vocabulario

La lectura hábil aumenta el vocabulario de los lectores al presentarles palabras y frases nuevas y desconocidas con regularidad.

No solo enriquece nuestro vocabulario, sino que también nos enseña una mejor manera de expresarnos.

8. Mejora de las habilidades de escritura

La lectura ayuda a mejoras graduales en el vocabulario que, a su vez, mejora las habilidades de escritura del lector.

A medida que aumenta la capacidad de pensar, también mejora la expresión escrita.

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sábado, 26 de junio de 2021

10 pasos simples para escribir un libro

Escribir es fácil. Todo lo que tienes que hacer es tachar las palabras incorrectas. -Mark Twain

La parte difícil de escribir un libro es que no se publique. Es la escritura real. En este artículo, ofrezco 10 pasos para escribir un libro junto con 10 pasos adicionales. 

Cómo escribir un libro

La parte más difícil del trabajo de un escritor es sentarse a hacer el trabajo. Los libros no se escriben solos, después de todo. Tienes que invertir todo lo que eres en crear una obra importante.

Durante años, soñé con ser un escritor profesional. Creía que tenía cosas importantes que decir que el mundo necesitaba escuchar. Pero cuando miro hacia atrás y veo lo que realmente se necesita para convertirse en autor, me doy cuenta de lo diferente que fue el proceso de mis expectativas.

Para empezar, no te limitas a sentarte a escribir un libro. No es así como funciona la escritura. Escribes una oración, luego un párrafo, y quizás, si tienes suerte, un capítulo entero. La escritura ocurre a trompicones, en pedazos. Es un proceso.

La forma de hacer el trabajo no es complicada. Da un paso a la vez, luego otro y otro. 

Cómo escribir realmente un libro

En esta publicación, te enseñaré los pasos fundamentales que necesitas para escribir un libro. He trabajado duro para que esto sea fácil de digerir y muy práctico, para que puedas empezar a progresar.

Veamos el panorama general. ¿Qué se necesita para escribir un libro? Ocurre en tres fases:

Principio: Tienes que empezar a escribir. Esto suena obvio, pero puede ser el paso más pasado por alto en el proceso. Escribes un libro decidiendo primero qué vas a escribir y cómo lo vas a escribir.

Mantenerte motivado: una vez que empiece a escribir, te enfrentarás a la duda, la abrumación y un centenar de adversarios más. Planificar con anticipación esos obstáculos garantiza que no se rendirá cuando se presenten.

Finalización: A nadie le importa el libro que casi escribiste. Queremos leer el que realmente terminaste, lo que significa que pase lo que pase, lo que te convierte en un escritor es tu capacidad no para comenzar un proyecto, sino para completar uno.

A continuación se muestran 10 consejos ridículamente simples para escribir un libro que se incluyen en cada una de estas tres fases principales.

10 pasos simples para escribir un libro

10 pasos simples para escribir un libro

Fase 1: Empezando

Todos tenemos que empezar en algún lugar. Al escribir un libro, la primera fase se compone de cuatro partes:

1. Decide de qué trata el libro

La buena escritura siempre se trata de algo. Escribe el argumento de tu libro en una oración, luego extiéndelo a un párrafo y luego a un esquema de una página. Después de eso, escribe una tabla de contenido para guiarte mientras escribes, luego divide cada capítulo en algunas secciones. Piensa en tu libro en términos de principio, medio y final. Cualquier cosa más complicada te hará perderte.

2. Establece un objetivo de recuento diario de palabras

John Grisham comenzó su carrera como escritor como abogado y padre primerizo; en otras palabras, estaba muy ocupado. No obstante, se levantaba una o dos horas temprano todas las mañanas y escribía una página al día. Después de un par de años, tenía una novela. Una página al día tiene solo unas 300 palabras. No es necesario escribir mucho. Solo necesitas escribir con frecuencia. Establecer una meta diaria te dará algo a lo que apuntar. Házlo pequeño y alcanzable para que puedas alcanzar tsu objetivo todos los días y comenzar a generar impulso.

3. Establece una hora para trabajar en tu libro todos los días

La constancia facilita la creatividad. Necesitas una fecha límite diaria para hacer tu trabajo; así es como terminarás de escribir un libro. Siéntete libre de tomarte un día libre, si lo deseas, pero programa eso con anticipación. Nunca dejes pasar una fecha límite; no te liberes tan fácilmente. Establecer una fecha límite diaria y un tiempo de escritura regular garantizará que no tengas que pensar en cuándo vas a escribir. Cuando llega el momento de escribir, es el momento de escribir.

4. Escribe en el mismo lugar cada vez

No importa si es un escritorio o un restaurante o la mesa de la cocina. Simplemente debe ser diferente de donde realizas otras actividades. Haz de tu lugar de escritura un espacio especial, de modo que cuando ingreses, esté listo para trabajar. Debería recordarte tsu compromiso de terminar este libro. Nuevamente, el objetivo aquí es no pensar y simplemente comenzar a escribir.

Fase 2: Hacer el trabajo

Ahora es el momento de ponerse manos a la obra. Aquí, nos centraremos en los siguientes tres consejos para ayudarte a terminar el libro:

5. Establecer un recuento total de palabras

Comenzar con el fin en mente. Una vez que hayas comenzado a escribir, necesitas un recuento total de palabras para tu libro. Piensa en términos de incrementos de trabajo de 10 mil y divide cada capítulo en longitudes aproximadamente iguales. A continuación, se muestran algunos principios rectores generales:

  • 10,000 palabras = un folleto o un informe comercial. Tiempo de lectura = 30-60 minutos.
  • 20.000 palabras = libro electrónico corto o manifiesto. El Manifiesto Comunista es un ejemplo de esto, con unas 18.000 palabras. Tiempo de lectura = 1-2 horas.
  • 40.000–60.000 palabras = libro / novela corta estándar de no ficción. El Gran Gatsby es un ejemplo de esto. Tiempo de lectura = de tres a cuatro horas.
  • 60.000–80.000 palabras = libro extenso de no ficción / novela estándar. La mayoría de los libros de Malcolm Gladwell encajan en este rango. Tiempo de lectura = de cuatro a seis horas.
  • 80.000 palabras-100.000 palabras = libro de no ficción muy extenso / novela larga. La semana laboral de cuatro horas cae en este rango.
  • Más de 100.000 palabras = novela épica / libro académico / biografía. Tiempo de lectura = de seis a ocho horas. La biografía de Steve Jobs encajaría en esta categoría.

6. Establece fechas límite semanales

Necesitas un objetivo semanal. Ház un recuento de palabras para mantener las cosas objetivas. Celebra el progreso que hsa logrado sin dejar de ser honesto acerca de cuánto trabajo queda por hacer. Necesitas tener algo a lo que apuntar y una forma de medirte. Esta es la única forma en que puedo hacer algún trabajo: con una fecha límite.

7. Obtén retroalimentación temprana

Nada duele más que escribir un libro y luego tener que reescribirlo, porque no permitías que nadie lo viera. Tenga algunos asesores de confianza que te ayuden a discernir lo que vale la pena escribir. Estos pueden ser amigos, editores, familiares. Intenta encontrar a alguien que te brinde comentarios honestos desde el principio para asegurarte de que vas en la dirección correcta.

Fase 3: Acabado

¿Cómo sabes cuando terminas? Esto es lo que debes hacer para terminar bien este proceso de escritura de libros:

8. Comprometerse con el envío

No importa qué, termina el libro. Establece una fecha límite o ten una establecida para ti. Entonces libéralo al mundo. Envíalo al editor, publícalo en Amazon, haz lo que sea necesario para mostrarlo a la gente. Simplemente no lo pongas en tu cajón. Lo peor sería que abandonaras una vez que esto esté escrito. Eso no te hará hacer tu mejor trabajo y no te permitirá compartir tus ideas con el mundo.

9. Acepta el fracaso

A medida que se acerque al final de este proyecto, debes saber que será difícil. Simplemente debes estar de acuerdo con fallar y concerte la gracia. Eso es lo que te sostendrá: la determinación de continuar, no tus esquivos estándares de perfección.

10. Escribe otro libro

La mayoría de los autores se sienten avergonzados por su primer libro. Pero sin ese primer libro, nunca aprenderá las lecciones que de otro modo podría perderse. Por lo tanto, haz tu trabajo, falla temprano y vuelve a intentarlo. Esta es la única forma de mejorar. Tienes que practicar, lo que significa que tienes que seguir escribiendo.

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