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miércoles, 5 de abril de 2023

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. En­cendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equili­brándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidare­mos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz ma­temática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces compren­dí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y re­gresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella -sentada a mis espaldas- pero ima­ginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera­ levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el ci­garrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Vol­vió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a des­vestirse, pieza por pieza, empezando por arri­ba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por comple­to, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos aguje­ros, como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún mu­seo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si al­guien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distin­to de eso. Su vida estaba dedicada a encon­trarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que ha­bría podido entenderle:

“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le ha­cían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales em­pañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el ín­dice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldo­sado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vende­dor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el em­baldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el em­baldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siem­pre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las re­cuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asán­dose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde se­guía sentado, meciéndome en el asiento. “Nun­ca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des­aparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré re­cordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso tam­bién lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hu­biera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy en­trando”, y ella hubiera seguido con el pape­lito entre el pulgar y el índice, dándole vuel­tas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “… en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.”

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las co­sas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba miran­do. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pre­gunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos he­mos encontrado en otros sueños”.

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, vol­ví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bas­tará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se mo­vió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvida­do”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almoha­da ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mi­rarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me di­rigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invaria­ble: “No abras esa puerta”, dijo. “El corre­dor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dor­mida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”.

Afuera el viento aleteó un instante, se que­dó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te recono­ceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las pare­des: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una sonrisa triste -que era ya una sonrisa de en­trega a lo imposible, a lo inalcanzable-, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.

Tomado de Facebook

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martes, 4 de abril de 2023

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

"Carpe Diem". La frase se hace famosa en la película “La Sociedad de los poetas muertos” a raíz de un poema del gran Walt Whitman.  

Es importante aclarar que el poema "Carpe Diem" no es originalmente de Walt Whitman. La expresión latina "Carpe Diem" se traduce como "aprovecha el día" o "vive el momento", y ha sido utilizada por varios poetas a lo largo de la historia. El término se popularizó en la literatura latina, especialmente en el poema "Odas" del poeta romano Horacio.

Walt Whitman, un influyente poeta estadounidense del siglo XIX, es conocido por su obra maestra "Leaves of Grass". En su poesía, Whitman explora temas como la naturaleza, la democracia, el cuerpo humano y la conexión entre los individuos y el universo.

Si bien Walt Whitman no tiene un poema específico titulado "Carpe Diem," su obra en general refleja la idea de vivir el momento y apreciar la vida en todas sus facetas. En "Leaves of Grass," Whitman celebra la existencia, la diversidad y la conexión entre los seres humanos. Su poesía es a menudo expansiva y abierta, capturando la esencia de la experiencia humana en su forma más cruda y vital.

Para profundizar en el tema del "Carpe Diem" en la poesía de Whitman, puedes explorar poemas como "Song of Myself" y "I Sing the Body Electric", donde el poeta aborda la celebración de la vida y la conexión entre los individuos y el cosmos.

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

Aprovecha el día. 

No dejes que termine 

sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, 

sin haber alimentado tus sueños. 

No te dejes vencer por el desaliento. 

No permitas que nadie 

te quite el derecho de expresarte, 

que es casi un deber. 

No abandones tus ansias 

de hacer de tu vida 

algo extraordinario... 

No dejes de creer 

que las palabras y la poesía, sí pueden cambiar al 

mundo; 

porque, pase lo que pase, nuestra esencia está intacta. 

Somos seres humanos llenos de pasión, 

la vida es desierto y es oasis. 

Nos derriba, nos lastima, 

nos convierte en protagonistas 

de nuestra propia historia. 

Aunque el viento sople en contra, 

la poderosa obra continúa. 

Y tú puedes aportar una estrofa... 

No dejes nunca de soñar, porque sólo en sueños puede ser libre el hombre. 

No caigas en el peor de los errores: el silencio. 

La mayoría vive en un 

silencio espantoso. 

No te resignes, huye... 

"Yo emito mi alarido 

por los tejados de este mundo", dice el poeta; 

valora la belleza de las cosas simples, 

se puede hacer poesía 

sobre las pequeñas cosas. 

No traiciones tus creencias, todos merecemos ser aceptados. 

No podemos remar 

en contra de nosotros mismos, 

eso transforma la vida en un infierno. 

Disfruta del pánico que provoca tener la vida por delante. 

Vívela intensamente, sin mediocridades. 

Piensa que en ti está el futuro, 

y asume la tarea con orgullo y sin  miedo. 

Aprende de quienes pueden enseñarte. 

Las experiencias de quienes se alimentaron de nuestros "Poetas Muertos", te ayudarán a caminar por la vida. 

La sociedad de hoy somos nosotros, los "Poetas Vivos". 

¡No permitas que la vida te pase a ti, sin que tú la vivas!

Todos los créditos a su Autor/a .

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jueves, 16 de marzo de 2023

La leyenda del delfín rosado Amazónico

Cuando el sol se esconde, la selva empieza a verse en contraluz y es difícil divisar con claridad cualquier cosa, en el agua del río algo empieza a moverse. Emerge y se sumerge.

LA LEYENDA DEL DELFIN ROSADO AMAZONICO

 LA LEYENDA DEL DELFIN ROSADO AMAZONICO

En el río Amazonas que pasa por la selva colombiana vamos a encontrar a su habitante más característico denominado por los indígenas bote o el delfín rosado. Este es el delfín de agua dulce más grande del mundo. Alcanza longitudes de hasta 2.80 m y pesos de 180 kg. Su color rosado está determinado genéticamente, pero su intensidad depende de la actividad física del animal. De acuerdo con la leyenda, el delfín rosado fue un joven guerrero indígena. Pero uno de los dioses le envidió sus atributos masculinos y decidió transformarlo el delfín y con esto condenarlo a vivir en los ríos y lagos de la Amazonia. En junio, mes de fiestas, danzas, fuegos y música, cuando los indígenas celebran los natalicios de sus santos y los hombres están ocupados divirtiéndose, los delfines rosados salen del río para seducir a las mujeres jóvenes. Los indígenas cuentan que esto ocurrió ya varias veces. El delfín rosado convertido en un hombre atractivo y un amante insaciable se acerca a la orilla. Está vestido de blanco y la cabeza la tiene cubierta por un sombrero de paja. Bajo el sombrero esconde la única característica que le quedó del delfín, el orificio en la cabeza por donde respira. Es por eso que cuando algún hombre de sombrero se presenta durante el mes de junio, los habitantes de la selva amazónica piden que se quite el sombrero para asegurarse de que no sea un delfín.

El atractivo delfín baila perfectamente y ninguna mujer puede huir ante sus encantos. Él escoge a la muchacha más bonita, le dice piropos, baila con ella y al final le propone un paseo al borde del río. Al día siguiente, la mujer no recuerda nada de lo que había pasado en la noche. Al rato se da cuenta de que está embarazada. Este estado de cosas no provoca ninguna sensación entre los indígenas que saben que el único culpable es el delfín rosado y la pobre e inocente mujer se dejó llevar por las bellas palabras y el físico atractivo. Las mujeres indígenas y los delfines de Amazonia prefieren no acercarse mucho. En la cuenca del Amazonas, los nativos son muy supersticiosos y llaman a los niños que nacen con espina bífida botos. Creen también que si le hacen daño a los delfines rosados, sus hijos nacerían con la enfermedad. De acuerdo con la leyenda local, las mujeres jóvenes en los días de su menstruación y en las noches de luna llena que entren a las aguas del río Amazonas o anden por el río en una canoa, pueden contar con la visita del delfín que irá a embarazarlas. Por esta causa se les acredita a los delfines rosados la paternidad de todos los niños sin padre de la región. Hasta se han encontrado casos de niños registrados en las notarías como hijos del delfín. Por esto, los hombres indígenas de la región intentan a veces a acabar con la vida de estos animales, pues no quieren que ellos embazaren a sus mujeres.

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domingo, 5 de marzo de 2023

La verdadera historia de Medusa

Medusa fue víctima de violencia sexual y la historia que conoces la convirtió en una villana.

Mitología Griega : La verdadera historia de Medusa

La verdadera historia de Medusa

Medusa es uno de los personajes de la mitología griega más fáciles de reconocer a simple vista. Con su inconfundible cabello de serpientes y el poder de convertir a quien la mire en piedra, es uno de los monstruos más populares en las historias de la antigüedad.

Pero hay una parte de su historia que no todos conocen y que cambiará tu perspectiva por completo.

La mujer serpiente no siempre tuvo una apariencia escalofriante. Medusa era una de las tres hermanas gorgonas (una clase de monstruo femenino). A diferencia de Esteno y Euríale, ella era la única mortal en la familia.

Ovidio fue un poeta romano considerado como uno de los más importantes en la literatura en latín y también fue uno de los primeros en describir cómo fue que el ser mitológico se convirtió en una terrible criatura.

La Enciclopedia de Historia Antigua cita a Ovidio de forma breve, pero impactante. Medusa era una hermosa joven y Poseidón la deseó para él. El dios de los mares la atacó y la violó dentro de un templo dedicado a Atenea.

La diosa tomó este ataque como una ofensa y castigó a la mujer dándole serpientes en lugar de cabello y con la maldición de convertir en piedra a quien mirase.

Después de ese capítulo, viene el más popular: aquel en el que Perseo mata a la "temible" Medusa. El Rey Polidectes estaba enamorado de Dánae, la madre de Perseo.

Su hijo no aprobaba esta relación porque consideraba que el soberano carecía de honor. Para deshacerse del hijo, Polidectes le pidió que le consiguiera la cabeza de la gorgona.

Como señala el Museo Metropolitano de Arte, los dioses ayudaron a Perseo en su misión y le brindaron regalos para asegurarle la victoria. Una pieza clave en su triunfo fue el escudo pulido de Atenea, el cual le permitió acercarse a Medusa y evitar su peligrosa mirada.

Cuando Perseo la decapitó, de su cuello brotaron el gigante Crisaor y caballo alado Pegaso. Ambos son considerados como los hijos de Poseidón, lo cual quiere decir que fueron fruto de una violación y que Medusa estaba embarazada cuando la asesinaron.

No es una noticia insólita que la mitología griega esté plagada de relatos de abuso y violencia, pero es interesante (y trágico) descubrir que Medusa aún es recordada como un monstruo cuando su único "crimen" fue ser atractiva.

La víctima fue también la única que recibió un castigo por los actos de Poseidón. E incluso Atenea creó la flauta para imitar los lamentos de Esteno y Euríale tras el asesinato de su hermana.

Medusa resultó no ser el verdadero monstruo en esta historia.

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