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jueves, 28 de mayo de 2020

El origen de la Tabla Ouija

Curiosamente, así como el 28 de mayo nació quien fuera el inventor de la guillotina, en esta misma fecha pero en el aó 1890 se patentaba otro invento de terror: la tabla ouija.
Te invito a conocer el origen de la tabla ouija que nos presenta History Channel, para conocer a fondo su historia. Alguna vez jugaste? Cuenta tu experiencia de terror en los comentarios.

El origen de la Tabla Ouija

El origen de la Tabla Ouija

El 28 de mayo del año 1890, Elijah Jefferson Bond, abogado e inventor estadounidense, patentaba la célebre Tabla Ouija, un tablero inscripto con el alfabeto y números del cero al nueve, empleado para el presunto contacto con espíritus.

Aunque los primeros registros del tablero se sitúan a mediados del siglo XIX, cuando la moda espiritista acaparó la atención de americanos y europeos, su origen es impreciso, hasta el punto de que algunos historiadores establecen sus primeros precursores en el Antiguo Egipto.

Desde entonces, han sido identificadas herramientas similares, aunque con distintos propósitos, en Grecia Antigua, el Imperio Romano o la China Antigua, hasta llegar al año 1853, cuando aparecieron las primeras planchetas modernas.

Para cuando Elijah Jefferson Bond solicitó la patente de la Tabla Ouija, que se le extendió efectivamente el 10 de febrero de 1891, el tablero estaba ampliamente difundido en todo el mundo.

La tabla, que incluye el alfabeto, los números y las palabras «sí» y «no», es comúnmente empleado para la presunta invocación de espíritus, que contestan a las preguntas de los mortales mediante un cursor que señala una respuesta, letra por letra.

Los picos históricos de venta de la Tabla Ouija, se registraron durante los periodos de mayor muerte violenta en la Tierra, en las dos Guerras Mundiales y la Guerra del Golfo, dato que evidencia la necesidad común entre la gente de contactar a los seres queridos, tras la muerte.
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La Guillotina

Hoy les traigo un dato curioso, en el día en que nació quienes muchos creen fue el inventor de la guillotina... Resulta que es un mito, un dato histórico falso y History Channel nos revela que no fue así.
Lee el artículo completo para conocer más sobre la historia detrás de la guillotina y su no-inventor.
Si te gustó y te pareció interesante, no olvides compartir en tus redes sociales y seguirme en mi página de Facebook y Twitter para conocer más datos curiosos de este estilo.

La Guillotina

La Guillotina

El 28 de mayo del año 1738, nacía el doctor Joseph-Ignace Guillotin, médico y diputado francés comúnmente asociado, por el parecido de su apellido, con la invención de la guillotina, dispositivo mecánico para ejecutar personas que no inventó, aunque sí impulsó su uso en Francia.

El uso extendido del epónimo para mencionar a la guillotina, generó una enorme confusión y vinculó para siempre al doctor francés con el dispositivo de ejecución, a tal punto que algunos familiares de Guillotin solicitaron al gobierno francés que dejara de emplearse el nombre, aunque sin éxito alguno.

A partir de 1789, cuando comenzó a desempeñarse como diputado de París en la Asamblea Constituyente francesa, Guillotin propuso a la Asamblea Legislativa el uso de una máquina para decapitar, que desde entonces quedó asociada con su nombre, aunque existía y se usaba desde mucho tiempo antes.

Si bien impulsó su uso, Guillotin era contrario a la pena de muerte, pero creía que un método de ejecución más humano y menos doloroso debería ser el primer paso hacia una abolición total de la pena capital: “He visto la guillotina como un acto de humanidad y me he limitado a conseguir la forma de la cuchilla haciéndola oblicua para que pueda cortar limpiamente y conseguir su propósito.”
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domingo, 24 de mayo de 2020

Feliz cumpleaños Bob Dylan

El 24 de mayo del año 1941, nacía el músico estadounidense Bob Dylan, compositor, cantante, poeta y Premio Nobel de Literatura, célebremente reconocido como uno de los artistas más prolíficos e influyentes de los últimos tiempos. Por ser este un blog de literatura, no puedo no desearle un feliz cumpleaños al gran Bob Dylan.

Feliz cumpleaños Bob Dylan

Bob Dylan

Registrado al nacer como Robert Allen Zimmerman, Dylan creció en el seno de una familia judía de Duluth, Minnesota, donde comenzó a escribir poemas desde temprana edad, al tiempo que aprendía a tocar la guitarra y el piano.

Mientras cursaba estudios universitarios en Minnesota, empezó a trabajar como cantante en algunos bares y restaurantes, ejecutando sus propias canciones mezcladas con algunos temas de sus ídolos, solo con su guitarra y su armónica.

Por entonces comenzó a darse a conocer como Bob Dylan, en homenaje al poeta irlandés Dylan Thomas. Trabajando con Albert Grossman como manager, produjo su primer disco, que salió a la venta en febrero de 1962, con el nombre de Bob Dylan.

En 1963, publicó The Freewheelin Bob Dylan, su primer disco larga duración, compuesto exclusivamente con canciones propias, entre las que se incluye el primer éxito de su carrera, Blowin' in the Wind.

Ya transformado en el mayor exponente de la canción folk, durante la segunda mitad de la década de 1960, se convirtió en un importante líder social. El 29 de julio de 1966 sufrió un accidente de moto que lo obligó a retirarse de la vida pública durante un tiempo. ⠀
En 2001 recibió un Oscar a la Mejor Canción Original por su tema Things Have Changed para la película Wonder Boys (2000). El 13 de junio de 2007, fue distinguido en España con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes y en 2016 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
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sábado, 16 de mayo de 2020

Relato : Maté sin querer a mi sobrina

«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana,
haciendo marcha atrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna
(por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre,
o mi abuela, alguien, también grita:

—¡La agarró!

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.

“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir
(huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma,
una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato,
pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido,
de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.
A veces es Finlandia».

Relato : Maté sin querer a mi sobrina

Autor : Hernán Casciari - Finlandia.
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