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miércoles, 5 de abril de 2023

Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

Gabriel García Márquez - La mujer que llegaba a las seis

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Aca­baban de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuan­do una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.

-Hola, reina -dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba al­guien al restaurante José hacía lo mismo. Has­ta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

-¿Qué quieres hoy? -dijo.

-Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero -dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender.

-No me había dado cuenta -dijo José.

-Todavía no te has dado cuenta de nada -dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.

-Estás hermosa hoy, reina -dijo José.

-Déjate de tonterías -dijo la mujer-. No creas que eso me va a servir para pagarte.

-No quise decir eso, reina -dijo José-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expre­sión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

-Te voy a preparar un buen bistec -dijo José.

-Todavía no tengo plata -dijo la mujer.

-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dijo José.

-Hoy es distinto -dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.

-Todos los días son iguales -dijo José-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

-Y es verdad -dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. “Es verdad, José. Hoy es distinto”, dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj.

-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dijo.

-No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis -dijo la mujer-. Vine a las seis menos cuarto.

-Acaban de dar las seis, reina -dijo Jo­sé-. Cuando tú entraste acababan de darlas.

-Tengo un cuarto de hora de estar aquí -dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba. Acer­có a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

-Sóplame aquí -dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.

-Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

-Eso se lo vas a decir a otro -dijo-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

-Me tomé dos tragos con un amigo -dijo la mujer.

-Ah; entonces ahora me explico -dijo José.

-Nada tienes que explicarte -dijo la mujer-. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dijo-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

-Sí importan, José -dijo la mujer. Y es­tiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de ne­gligente abandono-. Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. -Volvió a mirar el reloj y rectificó:

-Qué digo: ya tengo veinte minutos.

-Está bien, reina -dijo el hombre-. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

-Quiero verte contenta -repitió. Se de­tuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

-No he querido decir eso, reina -dijo José-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

-No te lo digo por eso -dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente-. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mu­jer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

-No tengo hambre -dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la ca­lle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-Es verdad -dijo José, en seco, sin mirarla.

-¿A pesar de lo que te dije? -dijo la mujer.

-¿Qué me dijiste? -dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

-Lo del millón de pesos –dijo la mujer.

-Ya lo había olvidado -dijo José.

-Entonces, ¿me quieres? -dijo la mujer.

-Sí -dijo José.

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de de­cirlo, como si hablara en puntillas:

-¿Aunque no me acueste contigo? -dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dijo. Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los po­derosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció per­pleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran reve­lado de golpe todos los secretos. Dijo:

-Esta tarde no entiendes nada, reina. -Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:- La mala vida te está embruteciendo.

Pero ahora la mujer había cambiado de ex­presión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mi­rarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:

-Entonces, no estás celoso.

-En cierto modo, sí -dijo José-. Pero no es como tú dices.

Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, se­cándose la garganta con el trapo.

-¿Entonces? -dijo la mujer.

-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dijo José.

-¿Qué? -dijo la mujer.

-Eso de irte con un hombre distinto to­dos los días -dijo José.

-¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? -dijo la mujer.

-Para que no se fuera, no -dijo José-. Lo mataría porque se fue contigo.

-Es lo mismo -dijo la mujer.

La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

-Todo eso es verdad -dijo José.

-Entonces -dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra arrojó la colilla-, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?

-Por lo que te dije, sí -dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

-Qué horror, José. Qué horror -dijo, to­davía riendo-, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando en­cuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué ho­rror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mu­jer se echó a reír, se sintió defraudado.

-Estás borracha, tonta -dijo-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.

Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin ex­traer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

-José -dijo.

El hombre no la miró.

-¡José!

-Vete a dormir -dijo José-. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.

-En serio, José -dijo la mujer-. No estoy borracha.

-Entonces te has vuelto bruta -dijo José.

-Ven acá, tengo que hablar contigo -dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

-¡Acércate!

El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

-Repíteme lo que me dijiste al principio -dijo.

-¿Qué? -dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.

-Que matarías a un hombre que se acos­tara conmigo -dijo la mujer.

-Mataría a un hombre que se hubiera acos­tado contigo, reina. Es verdad -dijo José.

La mujer lo soltó.

-¿Entonces me defenderías si yo lo mata­ra? -dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enor­me cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió.

-Contéstame, José -dijo la mujer-. ¿Me defenderías si yo lo matara?

-Eso depende -dijo José-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.

-A nadie le cree más la policía que a ti -dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.

-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira -dijo.

-No se saca nada con eso -dijo José.

-Por lo mismo -dijo la mujer-. La po­licía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.

José se puso a dar golpecitos en el mostra­dor, frente a ella, sin saber qué decir. La mu­jer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.

-¿Por mí dirías una mentira, José? -dijo-. En serio.

Y entonces José se volvió a mirarla, brus­camente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.

-¿En qué lío te has metido, reina? -dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estó­mago del hombre.

-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dijo.

La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.

-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

-¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?

-Nunca he pensado matar a nadie -dijo José desconcertado.

-No, hombre -dijo la mujer-. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

-¡Ah! -dijo José-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

-Ya vuelves a enredar las cosas -dijo José. Empezaba a parecer impaciente.

-No enredo nada -dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplana­dos y tristes debajo del corpiño.

-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.

-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dijo José.

-Lo resolví hace un rato -dijo la mu­jer-. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.

José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:

-Claro que como tú lo haces es una por­quería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.

-Hace tiempo me estaba dando cuenta -dijo la mujer-. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.

José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dora­do por una prematura harina otoñal.

-¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?

-No hay para qué ir tan lejos -dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.

-¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?

-Eso pasa, reina -dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.

Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.

-¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?

-Eso no lo hace ningún hombre decente -dijo José.

-¿Pero, y si lo hace? -dijo la mujer, con exasperante ansiedad-. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?

-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

-Bueno -dijo la mujer, ahora completamente exasperada-. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.

-De todos modos no es para tanto -dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.

-Eres un salvaje, José -dijo-. No en­tiendes nada. -Lo agarró con fuerza por la manga.- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.

-Está bien -dijo José, con un sesgo con­ciliatorio-. Todo será como tú dices.

-¿Eso no es defensa propia? -dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.

José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso com­promiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? -dijo.

-Depende -dijo José.

-¿Depende de qué? -dijo la mujer.

-Depende de la mujer -dijo José.

-Suponte que es una mujer que quieres mucho -dijo la mujer-. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.

-Bueno, como tú quieras, reina -dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer per­manecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como po­dría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

-¡José!

El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidari­dad. Apenas una mirada de juguete.

-Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada -dijo la mujer.

-Sí -dijo José-. Lo que no me has di­cho es para dónde.

-Por ahí -dijo la mujer-. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.

José volvió a sonreír.

-¿En serio te vas? -preguntó, como dán­dose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.

-Eso depende de ti -dijo la mujer-. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?

José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.

-Si algún día vuelvo por aquí, me pon­dré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.

-Si vuelves por aquí debes traerme algo.

-Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo -dijo ella.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si es­tuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.

-¿Qué? -dijo José, sin mirarla.

-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto? -dijo la mujer.

-¿Para qué? -dijo José, todavía sin mi­rarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

-Eso no importa -dijo la mujer-. La cosa es que lo hagas.

José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.

-Está bien, reina -dijo distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.

-Bueno -dijo la mujer-. Entonces, prepárame el bistec.

El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.

-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dijo.

-Gracias, Pepillo -dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando vol­vió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Enton­ces vio al hombre que estaba junto a la estu­fa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

-Pepillo.

-Ah.

-¿En qué piensas? -dijo la mujer.

-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dijo José.

-Claro que sí -dijo la mujer-. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa.

-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -di­jo-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?

-Sí -dijo la mujer.

-¿Qué? -dijo José.

-Quiero otro cuarto de hora.

José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y final­mente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.

-En serio que no entiendo, reina -dijo.

-No seas tonto, José -dijo la mujer-. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.

Tomado de Facebook

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Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Comparto uno de mis cuentos preferidos de Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul. Encontré el texto en Facebook, espero que también les guste.

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. En­cendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equili­brándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidare­mos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz ma­temática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces compren­dí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y re­gresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella -sentada a mis espaldas- pero ima­ginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera­ levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el ci­garrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Vol­vió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a des­vestirse, pieza por pieza, empezando por arri­ba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por comple­to, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos aguje­ros, como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún mu­seo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si al­guien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distin­to de eso. Su vida estaba dedicada a encon­trarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que ha­bría podido entenderle:

“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le ha­cían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales em­pañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el ín­dice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldo­sado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vende­dor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el em­baldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el em­baldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siem­pre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las re­cuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asán­dose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde se­guía sentado, meciéndome en el asiento. “Nun­ca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des­aparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré re­cordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso tam­bién lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hu­biera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy en­trando”, y ella hubiera seguido con el pape­lito entre el pulgar y el índice, dándole vuel­tas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “… en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.”

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las co­sas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba miran­do. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pre­gunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos he­mos encontrado en otros sueños”.

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, vol­ví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bas­tará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se mo­vió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvida­do”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almoha­da ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mi­rarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me di­rigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invaria­ble: “No abras esa puerta”, dijo. “El corre­dor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dor­mida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”.

Afuera el viento aleteó un instante, se que­dó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te recono­ceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las pare­des: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una sonrisa triste -que era ya una sonrisa de en­trega a lo imposible, a lo inalcanzable-, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.

Tomado de Facebook

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martes, 4 de abril de 2023

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

"Carpe Diem". La frase se hace famosa en la película “La Sociedad de los poetas muertos” a raíz de un poema del gran Walt Whitman.  

Es importante aclarar que el poema "Carpe Diem" no es originalmente de Walt Whitman. La expresión latina "Carpe Diem" se traduce como "aprovecha el día" o "vive el momento", y ha sido utilizada por varios poetas a lo largo de la historia. El término se popularizó en la literatura latina, especialmente en el poema "Odas" del poeta romano Horacio.

Walt Whitman, un influyente poeta estadounidense del siglo XIX, es conocido por su obra maestra "Leaves of Grass". En su poesía, Whitman explora temas como la naturaleza, la democracia, el cuerpo humano y la conexión entre los individuos y el universo.

Si bien Walt Whitman no tiene un poema específico titulado "Carpe Diem," su obra en general refleja la idea de vivir el momento y apreciar la vida en todas sus facetas. En "Leaves of Grass," Whitman celebra la existencia, la diversidad y la conexión entre los seres humanos. Su poesía es a menudo expansiva y abierta, capturando la esencia de la experiencia humana en su forma más cruda y vital.

Para profundizar en el tema del "Carpe Diem" en la poesía de Whitman, puedes explorar poemas como "Song of Myself" y "I Sing the Body Electric", donde el poeta aborda la celebración de la vida y la conexión entre los individuos y el cosmos.

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

Poema : Carpe Diem - Walt Whitman

Aprovecha el día. 

No dejes que termine 

sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, 

sin haber alimentado tus sueños. 

No te dejes vencer por el desaliento. 

No permitas que nadie 

te quite el derecho de expresarte, 

que es casi un deber. 

No abandones tus ansias 

de hacer de tu vida 

algo extraordinario... 

No dejes de creer 

que las palabras y la poesía, sí pueden cambiar al 

mundo; 

porque, pase lo que pase, nuestra esencia está intacta. 

Somos seres humanos llenos de pasión, 

la vida es desierto y es oasis. 

Nos derriba, nos lastima, 

nos convierte en protagonistas 

de nuestra propia historia. 

Aunque el viento sople en contra, 

la poderosa obra continúa. 

Y tú puedes aportar una estrofa... 

No dejes nunca de soñar, porque sólo en sueños puede ser libre el hombre. 

No caigas en el peor de los errores: el silencio. 

La mayoría vive en un 

silencio espantoso. 

No te resignes, huye... 

"Yo emito mi alarido 

por los tejados de este mundo", dice el poeta; 

valora la belleza de las cosas simples, 

se puede hacer poesía 

sobre las pequeñas cosas. 

No traiciones tus creencias, todos merecemos ser aceptados. 

No podemos remar 

en contra de nosotros mismos, 

eso transforma la vida en un infierno. 

Disfruta del pánico que provoca tener la vida por delante. 

Vívela intensamente, sin mediocridades. 

Piensa que en ti está el futuro, 

y asume la tarea con orgullo y sin  miedo. 

Aprende de quienes pueden enseñarte. 

Las experiencias de quienes se alimentaron de nuestros "Poetas Muertos", te ayudarán a caminar por la vida. 

La sociedad de hoy somos nosotros, los "Poetas Vivos". 

¡No permitas que la vida te pase a ti, sin que tú la vivas!

Todos los créditos a su Autor/a .

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jueves, 16 de marzo de 2023

La leyenda del delfín rosado Amazónico

Cuando el sol se esconde, la selva empieza a verse en contraluz y es difícil divisar con claridad cualquier cosa, en el agua del río algo empieza a moverse. Emerge y se sumerge.

LA LEYENDA DEL DELFIN ROSADO AMAZONICO

 LA LEYENDA DEL DELFIN ROSADO AMAZONICO

En el río Amazonas que pasa por la selva colombiana vamos a encontrar a su habitante más característico denominado por los indígenas bote o el delfín rosado. Este es el delfín de agua dulce más grande del mundo. Alcanza longitudes de hasta 2.80 m y pesos de 180 kg. Su color rosado está determinado genéticamente, pero su intensidad depende de la actividad física del animal. De acuerdo con la leyenda, el delfín rosado fue un joven guerrero indígena. Pero uno de los dioses le envidió sus atributos masculinos y decidió transformarlo el delfín y con esto condenarlo a vivir en los ríos y lagos de la Amazonia. En junio, mes de fiestas, danzas, fuegos y música, cuando los indígenas celebran los natalicios de sus santos y los hombres están ocupados divirtiéndose, los delfines rosados salen del río para seducir a las mujeres jóvenes. Los indígenas cuentan que esto ocurrió ya varias veces. El delfín rosado convertido en un hombre atractivo y un amante insaciable se acerca a la orilla. Está vestido de blanco y la cabeza la tiene cubierta por un sombrero de paja. Bajo el sombrero esconde la única característica que le quedó del delfín, el orificio en la cabeza por donde respira. Es por eso que cuando algún hombre de sombrero se presenta durante el mes de junio, los habitantes de la selva amazónica piden que se quite el sombrero para asegurarse de que no sea un delfín.

El atractivo delfín baila perfectamente y ninguna mujer puede huir ante sus encantos. Él escoge a la muchacha más bonita, le dice piropos, baila con ella y al final le propone un paseo al borde del río. Al día siguiente, la mujer no recuerda nada de lo que había pasado en la noche. Al rato se da cuenta de que está embarazada. Este estado de cosas no provoca ninguna sensación entre los indígenas que saben que el único culpable es el delfín rosado y la pobre e inocente mujer se dejó llevar por las bellas palabras y el físico atractivo. Las mujeres indígenas y los delfines de Amazonia prefieren no acercarse mucho. En la cuenca del Amazonas, los nativos son muy supersticiosos y llaman a los niños que nacen con espina bífida botos. Creen también que si le hacen daño a los delfines rosados, sus hijos nacerían con la enfermedad. De acuerdo con la leyenda local, las mujeres jóvenes en los días de su menstruación y en las noches de luna llena que entren a las aguas del río Amazonas o anden por el río en una canoa, pueden contar con la visita del delfín que irá a embarazarlas. Por esta causa se les acredita a los delfines rosados la paternidad de todos los niños sin padre de la región. Hasta se han encontrado casos de niños registrados en las notarías como hijos del delfín. Por esto, los hombres indígenas de la región intentan a veces a acabar con la vida de estos animales, pues no quieren que ellos embazaren a sus mujeres.

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