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jueves, 28 de mayo de 2020

La Guillotina

Hoy les traigo un dato curioso, en el día en que nació quienes muchos creen fue el inventor de la guillotina... Resulta que es un mito, un dato histórico falso y History Channel nos revela que no fue así.
Lee el artículo completo para conocer más sobre la historia detrás de la guillotina y su no-inventor.
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La Guillotina

La Guillotina

El 28 de mayo del año 1738, nacía el doctor Joseph-Ignace Guillotin, médico y diputado francés comúnmente asociado, por el parecido de su apellido, con la invención de la guillotina, dispositivo mecánico para ejecutar personas que no inventó, aunque sí impulsó su uso en Francia.

El uso extendido del epónimo para mencionar a la guillotina, generó una enorme confusión y vinculó para siempre al doctor francés con el dispositivo de ejecución, a tal punto que algunos familiares de Guillotin solicitaron al gobierno francés que dejara de emplearse el nombre, aunque sin éxito alguno.

A partir de 1789, cuando comenzó a desempeñarse como diputado de París en la Asamblea Constituyente francesa, Guillotin propuso a la Asamblea Legislativa el uso de una máquina para decapitar, que desde entonces quedó asociada con su nombre, aunque existía y se usaba desde mucho tiempo antes.

Si bien impulsó su uso, Guillotin era contrario a la pena de muerte, pero creía que un método de ejecución más humano y menos doloroso debería ser el primer paso hacia una abolición total de la pena capital: “He visto la guillotina como un acto de humanidad y me he limitado a conseguir la forma de la cuchilla haciéndola oblicua para que pueda cortar limpiamente y conseguir su propósito.”
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domingo, 24 de mayo de 2020

Feliz cumpleaños Bob Dylan

El 24 de mayo del año 1941, nacía el músico estadounidense Bob Dylan, compositor, cantante, poeta y Premio Nobel de Literatura, célebremente reconocido como uno de los artistas más prolíficos e influyentes de los últimos tiempos. Por ser este un blog de literatura, no puedo no desearle un feliz cumpleaños al gran Bob Dylan.

Feliz cumpleaños Bob Dylan

Bob Dylan

Registrado al nacer como Robert Allen Zimmerman, Dylan creció en el seno de una familia judía de Duluth, Minnesota, donde comenzó a escribir poemas desde temprana edad, al tiempo que aprendía a tocar la guitarra y el piano.

Mientras cursaba estudios universitarios en Minnesota, empezó a trabajar como cantante en algunos bares y restaurantes, ejecutando sus propias canciones mezcladas con algunos temas de sus ídolos, solo con su guitarra y su armónica.

Por entonces comenzó a darse a conocer como Bob Dylan, en homenaje al poeta irlandés Dylan Thomas. Trabajando con Albert Grossman como manager, produjo su primer disco, que salió a la venta en febrero de 1962, con el nombre de Bob Dylan.

En 1963, publicó The Freewheelin Bob Dylan, su primer disco larga duración, compuesto exclusivamente con canciones propias, entre las que se incluye el primer éxito de su carrera, Blowin' in the Wind.

Ya transformado en el mayor exponente de la canción folk, durante la segunda mitad de la década de 1960, se convirtió en un importante líder social. El 29 de julio de 1966 sufrió un accidente de moto que lo obligó a retirarse de la vida pública durante un tiempo. ⠀
En 2001 recibió un Oscar a la Mejor Canción Original por su tema Things Have Changed para la película Wonder Boys (2000). El 13 de junio de 2007, fue distinguido en España con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes y en 2016 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
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sábado, 16 de mayo de 2020

Relato : Maté sin querer a mi sobrina

«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana,
haciendo marcha atrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna
(por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre,
o mi abuela, alguien, también grita:

—¡La agarró!

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.

“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir
(huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma,
una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato,
pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido,
de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.
A veces es Finlandia».

Relato : Maté sin querer a mi sobrina

Autor : Hernán Casciari - Finlandia.
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domingo, 3 de mayo de 2020

La verdadera historia de la Niña de Guatemala

La verdadera historia de la Niña de Guatemala

La Niña de Guatemala fue María García Granados y Saborío quien era una dama de la alta sociedad, hija del general Miguel García Granados, cuya residencia era utilizada para realizar tertulias de artistas y literatos destacados.

En el año 1877 el poeta cubano José Martí llegó a Guatemala y su asistencia a las tertulias en la residencia del general dieron como resultado que se enamorara de María.

José Martí solía manifestar una visión crítica con respecto a la inferiorización de que era objeto la mujer, por lo que centró su atención en las damas guatemaltecas y las describía de “andar indolente, de miradas castas, vestidas como las mujeres del pueblo, con las trenzas tendidas sobre el manto…”, por eso cuando conoció a María, una mujer con semejantes características aunque con un aire más cosmopolita, se enamoró inmediatamente.

José Martí de 24 años y María García Granados de 17, coincidieron en lo que sentían mutuamente, sin embargo el amor nunca se pudo corresponder debido al compromiso de matrimonio de José Martí con otra mujer.

Finalmente, el 10 de mayo de 1878, María García Granados y Saborío falleció, hecho que dio lugar a la creencia de que había muerto de amor al no soportar el dolor que le provocó el matrimonio de su amado, luego José Martí plasmó su tristeza en el poema IX de sus Versos Sencillos, más conocido como La Niña de Guatemala.

José Martí dejó entrever en el poema IX algo más que una muerte por tristeza, sugiere alegóricamente el suicidio de la niña en las líneas “Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor, dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor.”
Cuando José Martí regresó casado a Guatemala, María le escribió la siguiente nota: “Hace seis días que llegaste a Guatemala, y no has venido a verme. Yo no tengo resentimiento contigo, porque tú siempre me hablaste con sinceridad respecto a tu situación moral de compromiso de matrimonio. Te suplico que vengas pronto”... Pero nunca regresó.

En el año 2013, con motivo de celebrarse el aniversario número 160 del nacimiento de José Martí, la Embajada de Cuba en Guatemala ubicó la tumba de María García Granados en el Cementerio General y en un acto protocolario se develó una placa conmemorativa a la Niña de Guatemala.

La tumba de María García Granados era una de las mas visitadas, especialmente por muchachas que pedían su ayuda en situaciones amorosas, además existe la leyenda de que cerca de esta tumba se aparece una dama con semblante triste que pide que se adorne con flores a la Niña de Guatemala.

LA NIÑA DE GUATEMALA

Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...

Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.

Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...

Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.

Como de bronce candente,
al beso de despedida,
era su frente -¡la frente
que más he amado en mi vida!...

Se entró de tarde en el río,
la sacó muerta el doctor;
dicen que murió de frío,
yo sé que murió de amor.

Allí, en la bóveda helada,
la pusieron en dos bancos:
besé su mano afilada,
besé sus zapatos blancos.

Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador;
nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor.

José Martí
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sábado, 2 de mayo de 2020

El lobo, cansado de ser el malo del cuento

El lobo, cansado de ser el malo del cuento

El lobo, cansado de ser el malo del cuento, harto de ser visto como el villano de la historia, se fue a recorrer nuevos senderos, donde nadie lo conociera, donde nadie tuviese prejuicios hacia él, quería ser capaz de comenzar una nueva historia donde él no fuese el odiado, donde nadie fuese odiado.

Después de mucho caminar, después de pasar mucho tiempo en soledad, entonces la encontró a ella, sentada sobre una roca en el camino, con sus manos cubriendo su rostro, su vestido negro, hermoso pero no tan llamativo, su cabello enmarañado, con una belleza nada común, sus zapatos, también negros, algo polvorientos por tanto caminar.

Él le preguntó:

- Hola ¿qué haces acá tan sola?

Y ella, sorprendida, le dijo

- Estoy acá tratando de alejarme de la maldad de los demás, que sólo ven tu exterior y te juzgan por tu apariencia sin siquiera intentar descubrir ni conocer nada más de ti, alejarme de aquellos seres que dicen ser buenos pero actúan contrariamente a sus palabras, seres llenos de hipocresía y faltos de compasión.

El lobo la miró, sabiendo claramente a qué se refería, se acercó un poco sabiendo que no sería rechazado por lo que es, deseoso de compañía y sintiendo la necesidad de dar compañía.

- ¿Quieres compañía? ¿me permites acompañarte un rato?

Ella, enjugando sus lágrimas y dejando ver sus hermosos ojos, lo miró y le dijo

- Claro que puedes, para mí sería un placer, sólo te pido que me acompañes, no por lástima, sino por que nace de tu corazón, quiero sentirme amada por lo que soy sin que me señalen ni sigan estereotipos de bondad que terminan siendo crueles y, por ende, mucho más malvados.

- Me quedo porqué quiero, porqué, cómo tú, soy un incomprendido y porque, en mi corazón, siento que podemos derribar barreras y ser felices juntos.

Ella río mientras él se acurrucada a sus pies.

- Eres muy tierno, por lo visto tu apariencia es sólo una coraza, una pétrea coraza, pero en tu interior eres blando y llevas dulzura, eso lo puedo sentir.

Él la miró con una mirada que desprendía amor.

- Entonces me quedaré a tu lado hasta que la luna deje de ser motivo de poemas y las estrellas no se asomen más en el cielo nocturno.

- Siéntate cerca de mí, no a mis pies sino a mi lado - dijo ella mientras acariciaba su cabeza.

- No puedo rechazar tu invitación, aunque quisiera, hay algo en ti que me hechiza, creo que son tus ojos profundos o tu voz que suena a poesía.

Ella se sonrojó, pero él apenas lo notó, ella estaba oculta bajo su capucha y la luna apenas dejaba ver algo de su rostro que en verdad era hermoso, no la hermosura que puedas encontrar en la mayoría, era la hermosura que le daban esos ojos tan expresivos, esa sonrisa tan elocuente, sin nada de maquillaje, ella resplandecía de belleza.

- ¿Sabías que las estrellas más brillantes no son siempre las más cercanas? - preguntó ella - a veces simplemente las más lejanas brillan con tanto fulgor que se dejan ver desde la lejanía.

- Pues así pasa con todo, hay seres que brillan tanto que no pueden ocultar su belleza aunque quieran - lo dijo mientras colocaba su cabeza en su regazo.

- No me conoces por completo, no puedes saber cómo soy.

- Ya conozco lo suficiente de tí como para saber que eres alguien especial.

Ambos miraron al vacío, como buscando las palabras correctas para continuar la conversación pero ya estaban tan conectados que no necesitaron más palabras por un buen rato, ambos se perdieron en sus pensamientos que se entrelazaban.

- Siempre he sido temido - dijo él rompiendo el silencio - mis fauces, mis garras y mi apariencia en general, hacen huir a cualquiera y me hacen ser odiado.

- Algo parecido pasa conmigo, la apariencia es lo que más le importa a la mayoría, parece ser que una mujer siempre debe vestir con tonos pasteles para ser buena.

- Adoro tu apariencia, lo común no es lo mío, y puedo ver que eres una hermosa mujer, no me refiero meramente al exterior.

- Pero insisto, no me conoces por completo, has de conocer mis locuras, mi lado más endiablado y no tan bello.

- Eso no hace falta, somos seres muy parecidos, te conozco porque me conozco, te amo porque me amo, miro a tus ojos y puedo perderme en ellos, tienen un brillo que no he visto jamás, me puedo quedar a vivir en tu sonrisa por siempre.

Desde entonces un nuevo cuento fue escrito, sin estereotipos ni prejuicios, en el cual importa más el interior que el exterior, un verdadero cuento de amor.

Y cuentan que desde entonces, en noches de luna llena, ella se convierte en loba para recorrer el bosque junto a él y amarse por completo, pero en otras noches ella, siendo una bruja, prepara algún brebaje para que él pueda sacarse la piel de lobo y vestirse de hombre, no de un príncipe azul montado sobre un brioso corcel blanco, sino de un plebeyo común, con ojos brillantes como estrellas, con fuertes brazos para poder cargarla a ella hasta su lecho de amor, porque

QUIEN DIJO QUE LOS VILLANOS NO SABEN AMAR?
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lunes, 27 de abril de 2020

Poema de pandemia de hace 220 años

El plan funciona perfecto, nos quieren deprimidos, emocional e inmunológica- mente , nos quieren aislados y tristes, nos quieren mal alimentados y débiles, nos desean vacunas obligatorias y chips, nos recomiendan harina, grasa y azúcar..
Y funciona, funciona por qué el miedo nos pone en un profundo estado infantil, en el que culpar y juzgar a los demás se conforma en el principal entretenimiento, funciona por qué el estado represor ya no tiene que salir a la calle a tirar palos, es la propia comunidad la que se encarga de pisotear las libertades individuales, con el argumento antiguo de defender el bien común.

“El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.

Sin embargo, esta situación no es nueva, quizás este poema de una epidemia que sucedió hace 220 años, pueda hacernos reflexionar un poco sobre lo que sucede y cómo sobrellevarlo.

Si te gustó, te invito a leer el poema de Eduardo Galeano sobre el miedo.

Poema de pandemia de hace 220 años

Poema de pandemia de hace 220 años

Y la gente se quedó en casa.
Y leyó libros y escuchó.
Y descansó y se ejercitó.
E hizo arte y jugó.
Y aprendió nuevas formas de ser.
Y se detuvo.

Y escuchó más profundamente. Alguno meditaba.
Alguno rezaba.
Alguno bailaba.
Alguno se encontró con su propia sombra.
Y la gente empezó a pensar de forma diferente.

Y la gente se curó.
Y en ausencia de personas que viven de manera ignorante.
Peligrosos.
Sin sentido y sin corazón.
Incluso la tierra comenzó a sanar.

Y cuando el peligro terminó.
Y la gente se encontró de nuevo.
Lloraron por los muertos.
Y tomaron nuevas decisiones.
Y soñaron nuevas visiones.
Y crearon nuevas formas de vida.
Y sanaron la tierra completamente.
Tal y como ellos fueron curados.

(K.O'Meara - Poema escrito durante la epidemia de peste en 1800)
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